Dentro del parque temático que llamamos Europa existen, como en cualquier otra feria, casas del miedo donde los terroristas se acogen a sagrado tras perpetrar sus fechorías. Son municipios de la conurbación de Bruselas, capital de la UE, que abundan en nombres consonánticos como los de Molenbeek y Schaerbeek a la vez que en población de fe musulmana.

Molenbeek, en particular, tiene un largo historial de vínculos con el terrorismo yihadista; por más que la gran mayoría de sus habitantes sea gente pacífica a la que resultaría injusto colgarle el cartel de encubridora de los bárbaros que allí buscan refugio.

La conexión de este barrio con los ataques islamistas en Europa se remonta, cuando menos, a los atentados del año 2004 en Madrid. Y está del todo comprobada tanto en la masacre del pasado mes de noviembre en París como en la última del aeropuerto y el metro de Bruselas, junto a Schaerbeek.

Tan hostil es el ambiente dentro de este enclave en el corazón de Europa que una famosa agencia de publicidad norteamericana se vio obligada a cerrar hace cinco años sus oficinas en Molenbeek. Su personal había sufrido 150 ataques hasta entonces; cifra similar a la de otras corporaciones que abandonaron el barrio por la misma razón.

De ahí que Bruselas sea a la vez la capital de Europa y el principal centro de operaciones de los terroristas que le han declarado la guerra al continente, según estimaciones de la Interpol. Lo que se ignora son las causas de esta singularidad, dado que otras ciudades cuentan con proporciones más o menos similares de población musulmana y en modo alguno se han convertido en casas del terror.

El alcalde de Molenbeek apela a motivos socioeconómicos tales que el alto nivel de desempleo, el hacinamiento de las familias de inmigrantes árabes y la consiguiente desesperación que llevaría a algunos jóvenes del barrio a caer en brazos de la rama más extremada del Islam. Todo ello sería, en opinión del alcalde, un perfecto «caldo de cultivo» para la violencia que, sin embargo, no se produce en otros lugares donde las tasas de paro y los problemas de vivienda son idénticos a los de Molenbeek.

Otros políticos, como el diputado belga Georges Dallemagne, apuntan a las numerosas mezquitas sufragadas en los años setenta por Arabia Saudí, que habrían propagado las enseñanzas fundamentalistas a las que hasta entonces eran ajenos los inmigrantes marroquíes en Bélgica.

A ello habría que sumar la ineficiencia de la policía belga, que parece actuar con la misma torpeza que los famosos Hernández y Fernández -o Dupont y Dupond- de las aventuras de Tintín. Una opinión que matizan los expertos en contraterrorismo al sugerir que la estructura federal de Bélgica (donde todo se hace por duplicado) obstaculiza el flujo de información entre los investigadores. Más o menos lo que sucede, a su vez, con los distintos y distantes servicios de inteligencia de los 28 países de la UE, incapaces de coordinarse entre sí.

Por esos agujeros se cuelan los tipos de la bomba y el kalashnikov que cada pocos meses siembran el pánico en una u otra ciudad del continente. Da un poco de miedo esta Europa que no sabe muy bien qué hacer con las casas del terror instaladas en barrios de su mismísima capital. Y ya ni siquiera asombra que en Bruselas exista un desconcertante «Barrio europeo».