En la vida, también en la política, hay síes que son más que una simple afirmación y noes que trascienden el mero rechazo. Alberto Núñez Feijóo, que es tipo listo, lo sabe. Si ayer hubiese oficializado su renuncia a una tercera pelea por la Xunta, en realidad estaría rubricando su adiós a la actividad pública. En el PP -en los afines a Mariano Rajoy desde luego, pero también entre esas voces críticas que ansían una renovación- se entendería el acto como una deslealtad, una suerte de felonía, que se habría producido cuando el partido atraviesa su momento más difícil.

Por eso, Feijóo se lo ha pensado tanto. Era consciente de que un portazo a Galicia era también un bye bye a su aspiración de relevar a Rajoy al frente del PP nacional, en el caso de que el presidente sufriese un descalabro en la probable convocatoria del 26 de junio. O incluso si el socialista Pedro Sánchez fuese capaz de formar gobierno antes del 2 de mayo.

Primero la ambigüedad medida; después el halo de misterio que alimentó sin rubor; luego los mensajes crípticos, ese dejarse querer -al que se rindió con bochornoso peloteo la mayoría del PP gallego y un puñado de dirigentes nacionales, pero curiosamente no Rajoy, quien le transmitió un apoyo gélido, rayano en la indiferencia-; más tarde ese amago de dar el salto a la empresa privada -muchísimo mejor remunerada, alertaban sus corifeos-; los calculados silencios, las medias sonrisas y una mirada pícara del tipo «ay, si supieseis lo que yo sé».

Feijóo ha desplegado en los últimos meses su mejor registro actoral. Se ha recreado en la duda hamletiana. Seguir o no seguir. Sin embargo, todo indica que el presidente del PP gallego -diez años- y de la Xunta -casi ocho- jugaba la partida de su futuro con las cartas marcadas.

Porque el anhelo de Feijóo por sustituir a Rajoy sigue vivo y pesa más que cualquier otra cosa. Con un elevadísimo concepto de sí mismo y una ambición ilimitada, creía que su periplo autonómico estaba agotado. Había ganado dos elecciones por mayoría absoluta y en condiciones complicadas (al bipartito y a los estragos de la crisis) y llegaba el momento de hollar nuevas cumbres, más allá del Padornelo. Pero tendrá que esperar. Y esperará. La llama que alimenta su corazón político no se ha apagado. Pese a Rajoy y a ese singular afecto que le profesa. Amor en la distancia. Cuanta más, mejor.

Su paisano Rajoy, que sabe tanto de política como de relojes -es el maestro de los tiempos, como esos bases de baloncesto que botan y botan la pelota, con un ojo en el marcador, esperando a que sus rivales se relajen o se aburran-, rechazó siempre llevarlo a su lado. El mensaje era diáfano: Alberto es un puntal... en Galicia. El elogio apenas disimulaba la desconfianza hacia un Feijóo, que pese a aparecer en quinielas ministeriales y a su estrategia de mimar los media nacionales, ha jugado un papel político de cuasi observador. Como el virrey recluido en colonias que sueña con la capital del imperio mientras mira por la ventana sus humildes dominios.

No. Feijóo no reveló que repetirá como candidato por mucho que se envolviese en la bandera gallega, se le humedeciesen los ojos y jurase amor eterno a su patria y lealtad al partido. Su mensaje se dirige a la calle Génova. El anuncio de que su paciencia aún no se ha agotado. De que puede esperar... un poco más.

Nadie discute de que se fajará a tope para revalidar una tercera mayoría absoluta, la única que tendría el PP. Como tampoco que si lo logra, se situaría en la pole position de los aspirantes a dirigir el partido. Con un tercer mandato se presentaría en la calle Génova ante esos barones en la oposición como el primus inter pares, el ungido por el favor del pueblo. El héroe que tuvo la posibilidad de huir -y ganar mucha pasta- pero optó por quedarse y luchar codo con codo con los suyos hasta la victoria final.

Pero antes de que esa coronación (¿ensoñación?) acontezca tienen que concitarse múltiples factores: elecciones el 26-J; que los votantes castiguen a Rajoy; que este eventual fracaso le obligue a renunciar; y, last but not least, que Feijóo gane en Galicia.

Demasiados elementos en juego para controlarlos. Feijóo debe creer lo contrario: siente que sólo él puede lograrlo. Y si logra otra matrícula en el examen gallego, ya nadie podrá parar su salto a Madrid. Fin de la espera.