Una de las falacias compositivas que distinguen a esa tostada ideológica que se autodefine como derecha liberal, por oposición, creemos, a la otra, la de la virgen y el casino y el tinte cincuentón para las canas, es la, también autodefinida, aunque en este caso con una mezcla alícuota de cinismo y ramplonería, como nueva noción de meritocracia. Arguye la chavalería de los partidos conservadores, más castizos y reproducibles en el credo que un cristiano metido histéricamente a soviet, que todo el mundo -y quién no- debería ser juzgado por sus capacidades y no por la suma de fuerzas oscuras -ellos les llaman becas o caridad- que catapultan-fundamentalmente, dicen, a las minorías y a los andaluces del PER- hacia un horizontes de expectativas que les viene, por extensión, totalmente regalado. Esto es, hablan de la meritocracia, como si fuera lo último en verdades reveladas, una idea que despierta a todos los demonios y cuya ausencia consideran al unísono pura injusticia, cuando no fuente de calamidades económicas. El problema, en este caso, no pertenece a la reflexión ética entendida como abstracción, si es que algo así es filosóficamente posible; nadie al que le irrigue la sangre cerebral con cierta recurrencia, no digamos ya con petulancia, podrá nunca refutar la nobleza del propósito que consiste siempre en evaluar y repartir los logros en función del esfuerzo y del talento. Lo perverso es que esto último, si no se hace bien, y más aún en un país tan vocacionalmente tramposo como España, puede derivar en todo lo contrario. La meritocracia, cuando se defiende sin existir, también engendra monstruos y eso lo vemos a diario en el intento de ignorar un hecho fundamental: la asimetría de partida y de oportunidades, que desequilibra fatalmente la comparación y, por tanto, también la competencia plena y honesta entre individuos. Una de las razones de ser del Estado, y no soy nada intervencionista, es precisamente esa, la de compensar las desigualdades. Y por si fuera poco, la derecha meritocrática continúa haciendo bandera del concepto sin reparar que esto es una nación que sólo se entiende en el compadreo y en un régimen de intercambio de favores peligrosamente cercano al tráfico de influencias. Ana Botella ha sido elegida consejera de la Organización Mundial del Turismo. El FMI se decantó por Rato y hasta hubo un expresidente sin saber inglés con plaza en Murdoch y en una universidad americana. Todos, por sus méritos. Rigurosamente. El nuevo liberalismo de toda la vida, con el palillo entre los dientes y a trasmano.