El mismo día, el lunes pasado, se murieron Manolo Tena, Chus Lampreave y Libritos. Fue como si, de repente, la cultura de los ochenta se nos viniese abajo en tres símbolos, tres iconos que nos hacían ver aquellas tres facetas de lo que significaron los ochenta en este país: la música, el cine y la literatura, y aquellas ganas tremendas que teníamos todos de ser modernos, de hacer cosas imaginativas y bellas, de agarrarnos a la vida y exprimirla hasta el final, aunque el final llegase pronto.

Aunque símbolos de aquella modernidad, de aquella manera que tuvimos de reinventarnos el mundo, Tena no era el mejor músico de su generación ni Lampreave la mejor actriz, pero Libritos sí fue la mejor librería especializada en infantil y juvenil de Málaga, seguramente porque casi siempre fue la única, y porque Juan José e Inma se empeñaron en ello con toda la ilusión y las ganas y la humildad hasta convertirla en la más antigua del país.

Para mí, de las tres, la mayor tragedia es que se haya muerto Libritos. Me gustaba esa tienda, me gustaba ir allí con mi niña y comprarle libros, y que Juan le aconsejase este o aquel, colecciones enteras de Fray Perico y de Kika Superbruja y de no sé cuántos más hay en mi casa gracias a la sabiduría y la experiencia y el buen gusto de Juan, que nunca se equivocaba al recomendar un título. A estas alturas mi niña es una mujer que mira a la vida desde la atalaya de la Filosofía (en parte no pequeña gracias a aquellas lecturas), pero yo seguía comprando allí, ahora para Claudia, que me llama «Titi» y me sonríe con su sonrisa rubia y azul cuando le doy galletas y le canto bajito pasodobles de carnaval.

Que se muera una librería, una librería, además, dedicada a los niños, es una tragedia, una pérdida irreparable. Málaga es menos ciudad y calle Granada es menos calle sin los libros de Libritos, sin sus escaparates llamativos y soñadores, que ya es difícil que un escaparate aprenda a soñar.

Muchas veces se ha escrito esta semana el viejo y ofensivo ripio de la Málaga de las mil tabernas y una sola librería, aunque haga tiempo que hay más de una y las tabernas sean más de mil, quizás mil veces mil, pero acabamos dejándonos llevar por el tópico y el tópico toma cuerpo y ya no hay quien lo deshaga, y de esa manera, las generaciones futuras acabarán comprando los libros en el supermercado, al mismo tiempo que las latas de atún y la arena para la gata, y con igual emoción. Esa es la verdadera, brutal dimensión de la tragedia.