Qué llega el verano!» Esas cuatro palabras las oían nuestros castos oídos cuando llegaba el mes de junio y habíamos aprobado todas las asignaturas. Los que no, lloraban por las esquinas cuando eran obligados a estudiar todo el verano. «No es justo», murmuraban los angelitos. «No, hijo, nada justo que hayas estado perdiendo el tiempo sin hacer nada positivo todo el curso y ahora tengamos que pagarte un profesor particular para que te ayude a hacer lo que han hecho durante el curso tus compañeros».

Afortunadamente, mis hermanos y yo teníamos una madre a la que le gustaba mucho leer y lo hacía sentada a nuestro lado mientras estudiábamos. El que levantaba la vista del libro era saludado democráticamente por la punta de la fusta que portaba la jefa para que se centrara en el libro que tenía ante su nariz. Otros métodos, otras formas, menos pedagógicas que las que usamos hoy pero muy efectivos.

Todas estas anécdotas que les relato todos los viernes en estos veinte renglones, las conocen todos los profesores de mis nietos. Un día me pidieron que fuera al colegio para contarles a los niños mis experiencias y me negué, les dije que yo se las enviaría escritas para que los profesores trabajaran con los estudiantes y no he recibido contestación alguna.

Bueno, para problemas, los de nuestros gobernantes, no se ponen de acuerdo ni a las de tres. ¡Con lo fácil que lo veo yo: «Si en cuatro días no habéis decido el nuevo gobierno, os mando a una señora que todos conocemos, con carita redondita y chaqueta horrible cada día de un color y ella os dirá -con toda la simpatía que ella tiene- los minutos que les da para que esto marche como la seda. ¿Hacemos la prueba?