Igual que en el caso de los proyectiles, que no es en ellos en los que radica el peligro, sino en la velocidad con la que los impulsamos, la exégesis, en sí misma, no es un elemento peligroso, sino que somos los pretendidos exégetas los que la dotamos de un inconmensurable peligro que desemboca en el mar del porvenir.

De un tiempo a esta parte los exégetas hemos multiplicado nuestra amenaza, y seguimos creciendo. La exégesis ahora es más prolífica que nunca. De los casi noventa y dos habitantes por kilómetro cuadrado de nuestro país -me refiero a España- más de noventa y uno profesamos la exégesis como filosofía de vida, y casi noventa aspiramos a ser exégetas summa cum laude en la próxima convocatoria académica de la metempsicosis. Y lo curioso es que la solidez de la base exegética de la mayoría de nosotros parece ser obra de la desgraciada-gracia de algún dios torpe, muy torpe, que mientras que él evidencia las innumerables gracias-de-gracia-ausente de las que dispone, con nuestra participación da fe de que la tontería exegética ni se repite, ni cesa, ni se detiene, ni merma, sino que se transforma y crece y crece y crece... O sea, lo de Heráclito y su panta rei kai ouden menei..., pero con rusticidad paleta.

En este país, tan brillante e innovador como frangollón y chapuza, antes, la exégesis seria navegaba por los libros sagrados y los tratados sesudos de la Academia, y la otra, la «exégesis canalla», por los ambientes futboleros y poco más, pero el estado de sitio electoral ha revolucionado el gallinero. Ahora, cada quisque de los bendecidos por el dios torpe discursamos sobre lo divino y lo humano exhibiendo el pabellón de nuestras particulares exégesis permanentemente erguido, enhiesto, erecto, rígido y tieso como no sé qué, que qué sé yo... De un tiempo a esta parte todos explicamos, interpretamos, elucidamos, esclarecemos... sin cesar, que es los que hacen los buenos exégetas, pero, además, nosotros lo hacemos pontificando, que es lo que hacen los exégetas premium, los exégetas del copón, los exégetas de la hostia, que es a lo que diríase que aspiramos, unos más y otros aun todavía más.

Lo confieso, cuando pienso en nuestros niños, tanto me desasosiegan los exégetas de guiñol -con perdón de las marionetas-, como me desasosiega el actual momento de desencuentro de todo el espectro político, que evidencia inmadurez democrática. Me desasosiega la irresponsabilidad política de los que con idéntico mohín, mientras aspiran al poder patrio, se agrupan y desagrupan alrededor de un facistol que los desvela tan incapaces como faltos de méritos para ejercer el poder por el que se descalabran. Pareciere que algún mal virus está obrando en la intelección de los aspirantes, porque, francamente, no creo que se trate de un síndrome de torpeza por adjunción. Es de presuponer que, a pesar de la raridad, la terribilidad y la horribilidad del momento, todos -incluidos ellos-, somos conscientes de que en el gran almacén de la ética aún quedan existencias de gestos morales, de esos que honran y que nunca sobran. Dimitir, por ejemplo. Dimitir, todos, no algunos; unos antes y otros aun más pronto que antes, sería un noble gesto que honraría a los aspirantes, hasta históricamente. Pero me temo que va a ser que no. Anteayer escuché de buena fuente que dimitir es un verbo cuyos tiempos solo serán conjugables en las próximas vidas... Pero soñar es gratis... Y hablando de soñar:

Sería hermoso que nuestros responsables político-turísticos refinaran sus discursos, sus intenciones y sus acciones. Ya toca. La exégesis político-turística se muestra tan ecoica en su discurso que demasiadas son las veces que empieza sonando a cueva y acaba sonando a vacío. Demasiado más de lo mismo durante demasiado tiempo ya. Demasiados adverbios de modo y de afirmación que hilan entelequias y quimeras travestidas de promesas exegéticamente estructuradas. Una mirada atenta basta: las políticas turísticas y los rimbombantes planes de promoción institucional, habitualmente, ponen más primor en la vainica de la logomaquia que en el punto de cruz de la polimatía. Demasiadas son las naves de promoción institucional que hemos visto zarpar rumbo a la superaventura del no-va-más-de-lo-nunca-visto-de-guay, que terminaron encalladas en la ensenada gris de las «curas milagrosas» del lampedusismo más recalcitrante.

Independientemente de que soñar sea gratis, además de exégesis, algo más habrá que hacer, digo yo... ¿O no?