Lo más increíble de los milagros es que ocurren, dicen que dijo nuestro anciano tío Chesterton, al que tanto citamos los escribidores, casi tanto como al querido y tarambana tío Wilde. Sea como fuere, en Málaga, en mi ciudad, en esta ciudad en la que el verano se insinúa ya, en esta ciudad que se despierta sabiendo que el sol llamará a la alegría y a la esperanza, ha ocurrido un milagro.

A mí, como a mi compañero Alfonso Vázquez, que tantas cosas nos enseña desde las páginas de este periódico, me gusta escribir sobre milagros, sobre la alegría de la generosidad, esa rareza, sobre el altruismo y la filantropía, sobre esas cosas que alguna vez se decían con cierta cotidianeidad y ahora parece que ya no se dicen nunca porque la basura nos cubre por encima de la boca y nos angustia y no nos lo permite.

A mí me gusta, ya digo, escribir sobre milagros, sobre su rara presencia, porque me gusta que ocurran milagros y de pronto sucedan cosas inesperadas y maravillosas que nos llenen de ilusión y de consuelo. Lo que no me gusta ya tanto es que tengan que ocurrir, que sea imprescindible un suceso extraordinario para reparar lo que quizás no debería ser más que justicia ordinaria. Porque si un chico de quince años con parálisis cerebral necesita que un ángel balear se compadezca de él y de su familia y le regale un piso en planta baja para que pueda salir a la calle de vez en cuando, es que algo está funcionando muy mal, es que nuestra sociedad, esa que ve todos los días, casi acostumbrada ya, el soez desfile de detenidos, imputados, defraudadores y mangantes de toda grey, está a solo unos metros del abismo. Porque empieza uno a sospechar que nada más que con las migajas del indecente festín podrían resolverse muchos dolorosos casos sin que tuviera que ocurrir un milagro, sin que lo imposible tenga que suceder.

Los milagros están bien en su contexto, en ese lugar en mitad de lo mágico y lo divino, pero es terrible, si lo miramos detenidamente, que tengamos que recurrir a ellos para solventar lo que está en nuestras manos, lo que se supone que nunca debería ser un problema. El reino de los milagros debe estar en otra parte, en esa donde es obligado el concurso de lo fantástico, de lo inesperado, pero no puede lo extraordinario andar todo el día resolviendo lo normal, lo que podríamos solucionar nosotros a poco que volviésemos los ojos, y también un poco el corazón, a lo verdaderamente importante.