En mi barrio hay un edificio público antiguo en una de cuyas esquinas hay dos balcones tapiados con ladrillos. Uno, al pasar bajo ellos, pensaba que estarían haciendo obras. Pero después de varios años de verlos de tal guisa esa ya no podía ser la razón, así que se animó a preguntar. Al parecer, hace unos doscientos años un famoso bandolero se introdujo por uno de ellos para robar y asesinar al cargo civil habitante del inmueble. Por haberle permitido cometer esa fechoría, los balcones fueron condenados por un tribunal, uno supone que militar, a ser cegados a perpetuidad. Y en eso siguen en pleno siglo XXI: tapiados y sin que nadie, por lo que se ve, pida el indulto para ellos.

Uno ya sabía que en otros tiempos más oscurantistas y proclives al pensamiento mágico-primitivo se metían en prisión sillas (reas de haberse roto una pata de improviso y haber provocado al hacerlo la caída de la persona que descansaba en ella, cuya cabeza se había abierto al rebotar contra el pavés de granito), caballos (culpables de haber arreado una coz en el pecho a un transeúnte y haberle hundido mortalmente el esternón), hogazas de pan (conniventes con la asfixia que uno de sus mendrugos habría provocado en un comensal) o la efigie de alguien fugitivo de la ley (ya que no se podía aherrojarle en persona se encerraba su imagen). También nos acordamos de los latigazos con los que ordenaban castigar el mar reyes persas enojados porque éste hubiera osado dispersar o hundir parte de su flota. O de los bandos que conminaban a perseguir y detener a mosquitos transmisores de malaria o a cuervos ladrones de doblones de oro. Por no hablar de los crudelísimos tormentos a los que se sometían a personas, niños incluidos, por los exorbitantes delitos de haber cortado unas ramas de un árbol para calentarse o de haber distraído unos gramos de azúcar de la faltriquera de un alto señor.

En aquellas épocas los límites se estaban comenzado a construir: entre lo justo y lo injusto, lo racional y lo irracional, lo proporcional y lo desproporcionado, lo humano y lo inhumano, lo verdadero y lo falso, el yo y el nosotros, lo esotérico y lo científico, lo íntimo y lo social. No es que hoy en día esos límites estén mucho menos difusos, ya que nos seguimos equivocando con frecuencia (y ahí tenemos una gran tarea todavía por delante), pero uno pensaba que a unos balcones ya no se les podía mantener un castigo anacrónico como el que aqueja a esos descritos más arriba. Balcones condenados a estar enladrillados hasta el fin de los tiempos o hasta que ese edificio sea pasto de las llamas, de un terremoto, de una reordenación urbanística de carácter especulativo, o de la incierta clemencia de un juez con charreteras y fajín cruzado. Qué buen gesto sería, por todo ello, que a alguien se le ocurriera abrir esos balcones de par en par para que la luz y el aire entraran a raudales y despejaran de estantiguas y supersticiones las estancias que custodian. Un soplo de normalidad que pondría al corriente una mentalidad trasnochada y devolvería a la vida una pequeña parcela de materia que alguien podría volver a usar para asomarse a la calle, silbar bajito una melodía mientras contempla el mar a lo lejos, apurar un té, ensimismarse en un grupo de personas que pasan riéndose a sus pies o seguir el grácil vuelo de las gaviotas, los mirlos o los vencejos.