Desde hace años cuando toca pedir un deseo con las uvas de Nochevieja, al apagar las velas de cumpleaños o al soplar un diente de león, siempre pido lo mismo: Que me quede como estoy. Con la edad uno aprende a apreciar la rutina y a huir de los sobresaltos. Las novedades y las sorpresas que tanto se aprecian con la juventud lo que dan con la edad es miedo porque el tiempo te demuestra que, cuando el teléfono suena a las tres de la madrugada no es para informarte de que te ha tocado la lotería, ni cuando el jefe te llama al despacho suele ser para subirte el sueldo. ¿A qué este rollo?, pensarán.

Me van a disculpar pero es que ésta ha sido una de esas semanas plagadas de sorpresas, buenas y malas, y las malas han ganado la partida. Es imposible aceptar que un amigo de la infancia muera de repente de un infarto mientras estaba viendo las carreras de motos en televisión. De un día a otro y en mitad de su vida. Ya está. Ves inconsolable a su viuda y a sus hijos incapaces de dar crédito a semejante tornado. Todo patas arriba, todo roto en un minuto. Y dentro de esa enorme pena no puedes evitar un íntimo y vergonzante agradecimiento al azar o al dios en el que creas por no ser tú esta vez quien ha recibido tal mazazo.

Lo único bueno que puede sacarse de una tragedia es que pone cada cosa en su sitio. Te das cuenta de lo ridículo que es pasarte una noche sin dormir porque no tienes dinero para cambiar las pastillas de freno del coche, amargarte tres días porque la niña ha suspendido matemáticas o tener una bronca de campeonato con tu pareja porque le tocaba fregar los platos y a las cinco de la tarde siguen en el fregadero.

Ante un golpe de verdad todo se convierte en absurdo, y a uno no le queda más que reírse de ese desengaño amoroso del que parecía que no se iba a recuperar jamás, o dejar de darle vueltas a la injusta bronca del jefe...

Es estúpido que sólo con la muerte o la enfermedad seamos capaces de relativizar. Deberíamos aprender a apreciar la maravilla que es poder gastar un par de euros para tomar una caña con los amigos, disfrutar de una comida familiar o tener un trabajo aunque no nos haya golpeado la desgracia.

Para ser conscientes del enorme valor de la normalidad y la placidez basta con fijarse en esos vecinos a los que han desahuciado y se han quedado con tres críos en la calle, imaginarse lo que deben sentir esos refugiados sirios que vemos en la tele tirados entre el barro o admirar a ese niño paralítico cerebral que protagoniza un vídeo que circula por internet llegando a la meta tras finalizar un triatlón.