Nada más constante en todas las culturas que el ejercicio de la apariencia. Desde que el hombre es hombre, el tesón por aparentar es parte de su cotidianidad vital. Previo al homo antecesor, cuando los hombres éramos monos, no. Las apariencias, en los monos, no desdicen a su verdadera esencia, sino que la ratifican. Los monos se reconocen a poco de nacer, se asumen ante sí y ante los otros y apechan con su realidad sin disimularla, ni disfrazarla. Los monos son esencialmente verdad. Algunos políticos, no.

Lo de guardar las apariencias, como herramienta social, es un desafortunado ayuntamiento entre la racionalidad y el quiero y no puedo. Aquellos monos vivíamos felices hasta que nos creció la capacidad craneal, y el cerebro, que capto la indirecta de la oquedad, se puso a crecer según su criterio. Y nos creció la racionalidad, empujándonos a dejar de ser monos animales para empezar a ser monos racionales. Y, unos más, otros menos y algunos nada, con el tiempo, hasta dejamos de ser monos, dicen... Y la racionalidad se apoderó de nosotros y las apariencias indinas y abstrusas crecieron y se multiplicaron. Algunos políticos dan fe de ello.

Cuando aquellos monos, ya hombres, descubrieron que, aparentando lo que no eran, parecían más importantes ante los ojos del mundo, abrieron una de las grandes espitas de la decadencia. Hoy, millones de años después, los seres humanos somos doctores en racionalidad y padres de las sacrosantas apariencias con las que medio mundo engaña al otro medio, y viceversa. Hay políticos que lo atestiguan.

Aparentar, aunque es injusto, tiene más letras que ser. Quizá por ello, a estas alturas, en el teatrillo de la existencia, buena parte de nosotros, los racionales, hemos perdido la consciencia de lo que somos cuando nos desprendemos del atrezo de apariencia que nos traviste ante el mundo. Y ocurre, sépase, que nuestra inconsciencia contribuye al crecimiento exponencial de los trastornos distímicos de ansiedad, depresión, angustia, fobia social y toda la cáfila de miedos irracionales y limitantes que nos atenazan.

Aunque no lo iniciáramos nosotros, sino nuestros padres, los simios aquellos, nosotros seguimos perpetuando una sociedad que actúa más contra la persona, que a favor de ella. Seguimos entrenando nuestra estructura mental más para fingir lo que no somos, que para llegar a ser lo que fingimos, que es de lo que debiera tratarse. A propósito, ¡va por la cuadrigentésima celebración cervantina de pasado mañana!: «...has de poner los ojos en quien eres, procurando conocerte a ti mismo, que es el más difícil conocimiento que puede imaginarse. Del conocerte saldrá el no hincharte como la rana que quiso igualarse con el buey, que si esto haces, vendrá a ser feos pies de la rueda de tu locura la consideración de haber guardado puercos en tu tierra...», le aconsejaba don Quijote a Sancho con buen tino moral y social. Este pasaje evidencia que hay políticos que o no han leído El Quijote o se lo pasan por el doble forro de sus entretelas. Acertado estuvo Giacomo Leopardi cuando, en una de las raras ocasiones en la que no afloró su pesimismo congénito, refiriéndose al aparentar, expresó que las personas solo son ridículas cuando quieren parecer o ser lo que no son. Hay políticos que lo demuestran.

A nuestros padres, los cuadrúmanos de entonces, seguro que no les ocurría, porque estas cosas requieren un desarrollo de millones de años, pero en nuestros días es ya un hecho: las apariencias provocan diplopía en el prójimo. La diplopía es una alteración de la visión que nos hace ver doble. Y en el caso de las apariencias cursa en el que observa por estímulos del que aparenta, que, para ser respetado, artificiosamente, multiplica por dos sus virtudes. Históricamente todos los políticos dieron fe de ello y, últimamente, hasta un ministro ha dado fe de cómo, por guardar las apariencias, su torpeza multiplicó por dos las mentiras.

En fin, aunque las apariencias y la diplopía vendrían al pelo en ambos casos, hoy no escribo de turismo, por no referirme al exministro de Turismo más gris que jamás tuvo el sector, ni al chafallo de un sastre local, torpe esta vez, por haber diseñado un par de trajes turísticos, a medida, con un corte tan inadecuado como improcedente y tan impropio como indecoroso. La verdad, hoy, no se me apetece. Quizá otro día, ya veremos...