La reina de Inglaterra es un animal de color blanco y sangre fría que se cría y vive en palacios y tiene la longevidad y la expresividad de los quelonios. Ejemplar muy fotografiado, hay imágenes en las que se muestra sonriente porque tiene territorios, joyas, pieles, palacios, obras arte, millones de libras esterlinas, vestidos color pastel y sonrisa. Su imperturbabilidad en una vida en la que, desde su nacimiento por cesárea, ha habido una guerra mundial, una guerra fría, la ruptura del mundo colonial, la explosión del terrorismo, un montón de crisis económicas y continuas mudas de pensamiento y de modas debe relacionarse con que nada de eso le ha afectado personalmente. Algún erudito ha atribuido su rigurosa encarnación del rol real a que, con 15 años, fue nombrada coronel jefe de la guardia de granaderos sin que se le escapara la risa ni a ella ni a nadie. Ese temprano éxito pudo marcar su comportamiento posterior.

Los estudiosos están divididos acerca de si carece de sentimientos o sólo de conexiones entre las emociones y su expresión. Se sabe que se enamoró a los 13 años de un hombre alto que es su marido desde hace 70. Quizá no precisó usar de nuevo esa área. Si bien sus hijos se quejaron de haber crecido en un ambiente rígido y sin calefacción afectiva, sus perros y sus caballos no han formulado reproche alguno. De su incomprensión de los sentimientos y de su desconocimiento del disimulo se supo cuando murió Lady Di, sin que ella supiera interpretar las señales de cariño hacia algunas personalidades famosas mientras se consagraba universalmente la construcción de altaritos para que los cursis, sir Elton John el primero, puedan expresarse con libertad y peluches. Su actitud fue explicada al pueblo años después, como dramaturgia, cuando Helen Mirren logró despojarse de casi todo su atractivo para una interpretación absolutamente regia en los dos sentidos.