La lectura es la papiroflexia de la imaginación. Leer transforma el lenguaje en una aventura que nos rescata de la realidad y nos recrea los sentidos. Cuando leemos el hemisferio izquierdo de nuestro cerebro está trabajando a alta velocidad para activar diferentes áreas. Nuestros ojos recorren el texto buscando reconocer la forma de cada letra, y su corteza inferotemporal, área del cerebro especializada en detectar palabras escritas, se activa, transmitiendo la información hacia otras regiones cerebrales. Sucede también que las palabras se apasionan en el susurro concentrado con el que las despertamos y convocan en la memoria emociones y sueños. El tiempo suspensivo en el que volvemos a ser libres y crédulos -ávidos niños exploradores de mundos, eternos siempre en el espejo de cada libro-, frente a la historia con la que convivimos y que alimenta nuestra conciencia de la vida.

Un viaje con el que, a pesar de cruzarnos con otras criaturas de aire y fuego o de carne y hueso, con sucesos a la altura de nuestra mano, con pesadillas que nos amenacen, con fantásticos seres o acontecimientos que nos evadan, estamos adentrándonos dentro de nosotros mismos. No nos damos cuenta, creemos estar inmersos en el placer de un ocio, en un entretenimiento por horas o una vocación borgiana. Incluso en algún caso en el oficio de traductor crítico de la escritura y su empresa, pero en realidad estamos visitando desconocidos espacios mentales o aquellos en los que llevamos años sin entrar. La lectura va edificando y aireando el espacio interior de una identidad que piensa y sueña. Leer es construirse un alma para sentir y para responder a las exigencias de la vida, para resistir los embates del destino y crear nuevas preguntas para crecer. Los libros son luciérnagas en la oscuridad, en más de una ocasión orientan una dirección o una metamorfosis. También son la riqueza del silencio que nos defiende de los ruidos que nos agreden y empobrecen.

Lo sabemos. Aunque a la hora de la verdad no todo el mundo se enrola a bordo de un libro. Un 21% afirma sin pudor alguno que no lee nunca frente al 62% que asegura leer al menos uno a lo largo del año. Y de ese 62% un 40% admite que no ha leído El Quijote. Está claro, don Miguel. El índice de felicidad no se lee. Hace unos días el excelente novelista Manuel Longares puso el punto sobre las íes «nuestra sociedad es así, tiene mucho respeto por la literatura pero apenas compra libros». Incluso hay voces airadas porque la voces de la cultura tomaron el Congreso para celebrar El Quijote y dignificar el lenguaje que la política ha prostituido y denigrado, ellos los únicos, como han defendido algunos periodistas y ciudadanos, capacitados para alzar la voz de la palabrería y excluirle la entrada a la literatura. Los libros siguen provocando desasosiego. La lectura es indócil e insumisa, la subversión sin sermón ni ficciones ideológicas ni caricatura que cansa y aburre. Siempre ha sido peligrosa la fábula moral de la literatura y su rebeldía.

Será por eso que no existe una conjura educativa. Seria, coherente, eficaz, que se deje de sistemas enfocados en eslóganes que proclaman la diversión de la lectura y su placer, y programan los resúmenes de tramas, género y personajes. Leer es pensar, inquirir, descubrir, como señaló Montaigne. Y en ese empeño los padres y la instrucción académica deben educarnos como lectores. Es importante en ese objetivo común que se abandone el error de imponerle los clásicos a los adolescentes. Un azote innecesario cuyo resultado es que se alejen. ¿No sería mejor acercarles la lectura vinculada a la vida de sus circunstancias e inquietudes? El Quijote es uno de los ocho miles de la lectura. ¿No conviene prepararse, física y psicológicamente con otros retos impresos más asequibles antes de afrontar esta obra árbol cuyas raíces entroncan nuestra Historia Literaria? Muchos lectores se iniciaron en cumbres más asequibles, y el currículo de sus propias lecturas los fue aproximando, a cada cual en su momento oportuno, a los clásicos, a las obras maestras imperecederas, a la militancia en el nautilus de una eterna biblioteca. Es imprescindible en esta ruta que sean lectores los profesores. No sólo de cánones de pretéritos amarillos encuadernados a pie de letra sino también de los autores más cercanos, cuyos libros favorecen la reflexión sobre asuntos cercanos de la emoción y de la vida. Pienso por ejemplo en Carta al padre de Jesús Aguado, una hermosa lectura sobre la orfandad, la mitificación y la reconciliación con esa figura de autoridad moral con la que llegar a dialogar en paz. O en Escribir un poema donde Eduardo García, que nos acaba de interrumpir la primavera y su afecto con un cáncer sin versos, enseñaba las técnicas de construcción y ritmo de un poema y aconsejaba finalmente a sus jóvenes lectores y alumnos: «Lee mucho, escribe mucho, confía en ti».

No sólo de educación vive la lectura. Igualmente requiere respeto. Algo difícil en estos tiempos donde la literatura pierde peso social porque la gente parece no necesitarla. Se conforman con el ruido de cocineros, tertulianos, presentadores y sexadores de pollos frente a los que Antonio Iturbe, director de Librújula, reclamó en el Sant Jordi de ayer atención a los que de verdad son escritores. A pesar de que hay clubs de lectura y talleres de escritura, en los que se aprende a amar y a armar la literatura es la frivolidad lo que triunfa. Certifica esta realidad la moda de youtubes jóvenes o famosos, como Resse Wittlespoon, que suben a instagram fotos de sus lecturas que enseguida se disparan en las listas de Amazon.

No importa. Se insista o se defienda, se diga que los libros son extraordinarios pero que no haya nada más extraordinario que la vida, la relación de ambos es una hermosa historia de amor y leer toda una declaración de principios. Lo dejó claro el director Johan Waters cuando aconsejó no follar con alguien que no tuviese libros en su casa. Pero por encima de todo, no debemos olvidar que si todos los días es conveniente airear la casa, también lo es hacerlo con la mente. Desconectémonos de los móviles, de la televisión, la política y la idiotez, como dice mi amigo Mustafá Akalay Nasser, y no dejemos de abrirnos a diario un libro y respirémoslo hacia dentro y en voz alta. Leer derriba molinos.

*Guillermo Busutil es escritor y periodista

www.guillermobusutil.com