Durante muchos años se creyó que Shakespeare y Cervantes murieron el mismo día, un 23 de abril de hace cuatrocientos años. Uno de mis profesores -el de Formación del Espíritu Nacional- alardeaba mucho de esa coincidencia, y casi venía a decirnos, levantando un poco los talones para parecer más alto sobre la tarima, que el pobre Shakespeare, que en realidad era un muerto de hambre, había querido morir el mismo día que Cervantes para poder robarle así un pellizco de su gloria de genio inmortal. Eso decía, «un pellizco de su gloria de genio inmortal», una expresión que seguramente le habrían enseñado en los cursos de exaltación patriótica donde se intentaba infundir un pellizco de gloria a los futuros profesores, todos ellos destinados a unas vidas sin ninguna clase de gloria, ni mortal ni inmortal.

Pero la verdad es que la coincidencia de fechas no existió. Shakespeare no murió el 23 de abril de 1616, sino el tres de mayo, porque en España se usaba el calendario gregoriano de los países católicos, que iba diez días adelantado con respecto al calendario juliano que se usaba en Inglaterra y en otros países protestantes, y que se siguió usando en Rusia hasta comienzos del siglo XX (por eso la Revolución de Octubre ocurrió en noviembre). Tampoco es que esa coincidencia de fechas tuviera ninguna importancia, en contra de lo que pensaba aquel bendito profesor. Lo que sí es relevante es que Cervantes y Shakespeare fueran casi contemporáneos, aunque Cervantes vivió más tiempo, 69 años -bastantes para su época-, mientras que Shakespeare vivió muchos menos -sólo 52-, que resultan muy pocos para alguien que no sólo escribió Hamlet y Macbeth y La tempestad, sino El mercader de Venecia y Macbeth y los sonetos y las tragedias históricas y muchas otras obras que casi nadie conoce, como Cimbelino. De Shakespeare se sabe muy poco y las muchas teorías que circulan sobre su vida son sólo especulaciones. Se sabe, sí, que fue actor, que bebía mucho, que le gustaba invertir el dinero que ganaba -que fue bastante- con resultados más bien fallidos, y que ninguno de sus retratos es real, como tampoco es real la mascarilla mortuoria que circula de él. Hace muchos años estuve en Stafford y vi su casa natal, que era muy pequeña y en la que no había turistas (ahora debe de ser imposible verla). Pero tampoco está muy claro que aquella casa fuera casa de Shakespeare, aquel hombre del que casi nada se sabe, salvo que sólo le dejó a su mujer -Anne, la madre de sus tres hijos- la segunda mejor cama que tenía. ¿Para quién sería la otra? Ah, otro enigma más.

De Cervantes sabemos algo más, aunque tampoco sea mucho. Nos han llegado cartas y documentos personales, y también algunas peticiones -una vez quiso emigrar a América, aunque le denegaron la petición-, así que su vida está mejor documentada. Se sabe que pasó tres meses en la Cárcel Real de Sevilla por un oscuro asunto de desaparición de caudales públicos -hoy lo habrían linchado en las redes sociales-, pero tampoco está claro que robara el dinero. El caso es que pasó apuros económicos, aunque no tantos como él mismo decía, y que fracasó como autor dramático. Pero la primera parte del Quijote tuvo un éxito inmediato, tanto que le permitió escribir una de las mejores escenas de la literatura universal, cuando don Quijote y Sancho se encuentran con el libro que cuenta su historia en una imprenta de Barcelona.

Cervantes nunca oyó hablar de Shakespeare -me pregunto qué habría dicho si hubiera podido leer Hamlet: ¿le habría parecido un disparate o una obra maestra?-, pero Shakespeare sí oyó hablar de Cervantes, o al menos es muy probable que lo hiciera, aunque seguimos moviéndonos en un terreno de simples conjeturas. Lo cierto es que en 1612, cuando Shakespeare todavía se dedicaba al teatro -porque lo dejó poco después-, se publicó la traducción al inglés de la primera parte del Quijote. Hay una pieza teatral llamada Cardenio que fue atribuida a Shakespeare y que estaba inspirada en el episodio del loco Cardenio del Quijote. No está claro que esa pieza fuera de Shakespeare, pero yo tiendo a pensar que sí lo era porque es difícil imaginar que un libro como el Quijote no le llamara la atención ni le inspirara una historia. A Cervantes le habría hecho gracia saber que existía esa pieza, escrita por un actor de comedias inglés que iba a morir casi el mismo día que él.