La ortodoxia constitucional predica la reforma de la Carta Magna para no tener que aplicarla. Los disidentes de esta doctrina son localizados y exterminados. En el ejemplo más próximo, Empar Moliner. Los relatos de esta escritora catalana atrapan a la altura de una Alice Munro con vitriolo. Ningún literato puede ya aspirar a la fama por su obra, según demuestra Mario Vargas Llosa, y Moliner también cumple dicho axioma. Ha adquirido renombre por quemar un ejemplar de la Constitución en TV3, aunque fuera en el horario basura de la televisión matinal. El arranque combustible es menos incomprensible que la petición posterior de disculpas. Tal vez la escritora defiende que se limitó a cumplir con la adaptación al medio, así que en TVE hubiera quemado un delgado volumen del Manifiesto Comunista.

Frente al escándalo de ordenanza entre los partidarios de adorar la Constitución para librarse de cumplirla, no hay demasiado peligro de que surjan imitadores del gesto de Moliner, porque la mayoría de hogares españoles prescinden de un ejemplar del libro sagrado. De hecho, la escritora se escudó en que el libro chamuscado no contenía el texto constitucional, y ningún inflamado telespectador de la fechoría ha apreciado la diferencia. El gravísimo incidente también obliga a distinguir entre la quema de un ejemplar de la Constitución, y la quema de una Constitución ejemplar. Lo primero equivale a ingresar en una secta satánica, lo segundo es sabiamente constitucional.

Ha ardido, por ejemplo, el disolvente artículo 47, donde no solo se provee que «todos los españoles tienen derecho a disfrutar de una vivienda digna y adecuada», sino también que «los poderes públicos actuarán para evitar la especulación». Del artículo 35 no quedan ni las cenizas, pues dispone que «todos los españoles tienen derecho al trabajo y a una remuneración suficiente». Con un articulado tan fatigoso, quién puede sorprenderse de que los constitucionalistas prefieran distraerse con los titiriteros.