Estos días se emite en los informativos el típico refrito de imágenes que glosan los flamantes noventa años de vida de la Reina de Inglaterra, y reconozco que me he reído viéndola con su pañuelo en la cabeza para recibir a los Obama como la abuela de la fabada a pie de helicóptero presidencial. Tirado en el sofá le doblaba la conversación y me la imaginaba haciendo tiempo, pidiéndole al Duque de Edimburgo que esta vez se comporte y se anude correctamente la corbata, o haciendo esfuerzos por no orinarse encima mientras se le apetecía un Gin tonic al demorarse la llegada de tan insignes invitados. Cosas de viejas.

En cambio las viejas de andar por casa son diferentes, todas se comportan como dulces abuelas hasta que algo se les dispara en la cabeza y mutan en hooligans de pelo cardado, tacón bajo y rebequita de entretiempo. Me refiero por ejemplo a ese momento en que estás haciendo cola en el supermercado y una cajera grita aquello de que se abre la caja cinco y que por favor nos acerquemos respetando el orden. En ese instante, y sin explicación física posible, aparece bolsa de boquerones en mano una vieja osteoporótica corriendo en diagonal desde los encurtidos que te adelanta por la izquierda como si fuera un jugador de rugby llegando a palos. Qué, cómo, de dónde.

Otro lugar en que las viejas olvidan sus achaques es en las verbenas populares. Es sonar el pasodoble adecuado y esa mujer ajada a la que educadamente cediste la silla se levantará y moverá las caderas dándolo todo durante horas como si no hubiera un mañana para sonrojo de sus nietos y gloria de los youtubers. Poseída por Manolo Escobar una anciana puede doblar las rodillas consiguiendo que Tony Manero parezca de madera, conviene no olvidarlo. Y lo mismo ocurre cuando por la noche anuncian que la paella municipal ya está en su punto, nuestra protagonista sacará fuerzas de flaqueza para arramblar con cuatro de esos platos desechables, y eso que ella apenas cena, si acaso un yogur o a lo sumo un poco de pavo cocido en fiestas de guardar. También es llamativa la somnolencia, pueden dormirse en misa, en el mercado, en plena Nochevieja o bajo cualquier sombra, pero ponles la novela de la sobremesa y quedarán petrificadas y ojipláticas hasta la hora de tomarse la pastilla del calcio.

Una vieja por sí sola es asumible, pero juntar varias supone que la cosa se torne inquietante, casi hitchcockniana, y si no piensen en ese escuadrón de ancianas que defienden el sitio en primera fila de cabalgatas y procesiones con sus afilados y huesudos codos. Son un muro impenetrable, tendrás que rodear tres calles antes que atravesarlo. Puede que aún te engañes a ti mismo y te creas más listo y ágil que ellas, pero ponte a rezar si intentas desplazarlas de la barra en la que se están tomando el vinito que, en sus propias palabras, las achispa y las pone piripis, porque sacarán sus afilados paraguas y será tu tuerto final.

Así son las viejas, calmadas y aguerridas a un tiempo según las circunstancias, pero todas tienen algo inconfundible en común, su risa. Las viejas tienen una risa desvergonzada y tierna que conmueve, su risa se dibuja y se transmite de inmediato, triplica las arrugas y resta años, endulza una vida de retos conseguidos mitigando el dolor por las pérdidas sufridas. La risa de una vieja es incondicional y huérfana de prejuicios, es la mayor muestra de inteligencia de quien ha sobrevivido al tiempo; la risa de una vieja es, sin duda, un monumento al respeto y la memoria.

Por eso querido lector disculpe a esa vieja que se le cuela en el mercado, a la que le hinca el codo en los riñones cuando intenta sortearla, a la que ocupa dos metros de barra con el bolso y la gabardina, o a la que le roba su paella gratis mientras se tambalea al ritmo de Concha Piquer, porque un día usted será esa vieja y entonces entenderá que se ha ganado el derecho a ir por la vida como si ese fuera su último día, la postrera oportunidad de disfrutar del momento, y confíe en mi, justo en ese instante se le escapará una risa tan sonora, limpia, desbocada y picarona que todo lo demás será digno de perdón.