No fue siempre así. Hay otra historia, que lamentablemente se escribe en otro idioma, en la que las condiciones naturales se imponen y se puede llegar a hablar, en algo tan voluptuoso y equívoco, de fábrica de talento. El cine español, es un tópico desagradable afirmarlo, languidece, pero no deja de ser un reflejo, igual que tantos, de la capitulación de España con la educación y con la cultura. Este país, y ya clamará la historia, ha despilfarrado su bienestar, con una apuesta obtusa, situada a medio camino entre el dinero fácil y la liberación patológica de un recorrido autoritario que duró demasiado tiempo.

La educación, acaso el único bien imprescindible, ha estado sometida a la tortura inacabable de la marca territorial, de la marca religiosa, y el resultado es un pueblo endeble, torpe, con universidades que no garantizan siquiera el hecho elemental evolutivo de producir, cuanto menos, lectores. En España nadie lee; los universitarios, que en otra época trasteaban con Jameson y los postestructuralistas en adelante, en el mejor de los casos, se lanzan al bestseller, cuando no a los 140 caracteres, y los españoles recuperan su naturaleza gravosa, que hace más de tres décadas que tendría que haber abandonado y, además, sin ni siquiera mirar atrás: la de ejercer, culturalmente, de América Latina de los setenta, un lugar en que cualquier virtud, y son múltiples, responde al genio ocasional y a la excepción y no a un triunfo del sistema.

En el cine, en la literatura, son minoría los que realmente tienen y quieren decir. Y eso es un fracaso nacional. Reanudamos los tiempos de Val del Omar, de Cernuda, de Lorca, de Galdós; la brillantez fuera de contexto, contra la adversidad. Con la salvedad imperdonable de que se dieron los medios, por primera vez, para superar esa inmemorial carencia. España ha hecho el ridículo. Y la culpa es de todos. Se ha dilapidado el verdadero capital. Ya todo es milagro o aflicción.