La ciudad está luminosa», comentaba un cinéfilo a su grupo acompañante por la calle del Marqués. Las buenas temperaturas, la afluencia de visitantes -hoy coinciden siete cruceros en el puerto con un desembarque de 6.000 pasajeros-, el Festival de Cine, con la invasión de las huestes más representativas de la cinematografía en español, le confieren a la capital un encanto con caricias de seducción y la proyectan tras un semblante de glamour a la gran pantalla.

Málaga se configura en una dimensión apropiada para el argumento fílmico; en un proscenio donde cohabitan la fascinación y el boato junto al drama humano: la fragilidad, lo incógnito y el abandono. Todos lo pueblos tienen sus semblanzas preservadas con afán porque nos ayudan a recuperar nuestra identidad, así la literatura y el cine son artes narrativas y, por consiguiente, una salida para relatar nuestras reminiscencias. Muchos coinciden por lo planteado en la sala oscura, allí las historias se ven con los ojos abiertos mientras en la literatura tendemos a cerrarlos para impregnarnos de las mismas. No existe antagonismo alguno entre el arte de la imagen y el de la palabra.

Cuestión esta última que sí parecía estar enquistada en todo lo concerniente al Convento de San Andrés. Este histórico inmueble perchelero de la orden de los Carmelitas Descalzos, tras más de 400 años de existencia y lustros de desidia, va a recuperar el esplendor y a concedernos parte de su memoria aletargada. La primera rehabilitación comenzará por la zona del refectorio donde José María Torrijos y sus 49 compañeros pasaron su última noche antes de ser fusilados en las playas aledañas. Buen guion para ir acrecentando esta gran película: «Málaga».