El lunes, en Madrid, vi una sombra. Iba por la calle, sola, sin cuerpo de apoyo, como van las sombras repudiadas. Caminaba errabunda, cansina, premiosa... Fue emocionante, porque, a pesar de que uno tiene cierta experiencia en lo de tratar con las sombras propias y ajenas, nunca había visto una sombra sin cuerpo. La seguí. De cuando en cuando se paraba. Unas veces parecía hacerlo solo para tomar huelgo, pero otras, tras detenerse, parsimoniosamente giraba trescientos sesenta grados, como si buscara algo o a alguien. Una de esas veces, intrigado, seguí con mi vista los trescientos sesenta grados de la sombra, y me embobé. No estaba sola. Atocha, que es donde la vi, era un hervidero de sombras sin cuerpo que iban y venían. La calle era un torbellino de cuerpos sombrados, de cuerpos sin sombra y de sombras sin cuerpo, que evidenciaba que las sombras sin cuerpo eran la aplastante mayoría. Harto inquietante la cosa...

Inmerso estaba en mi embobamiento cuando la sombra a la que había seguido se me aproximó. Mi propia sombra y ella se saludaron. Los gestos de ambas evidenciaban que se conocían y que charlaban animadamente. Mientras hablaban no me moví del sitio, porque el sitio era discreto y por si al moverme la sombra agregada se movía conmigo. Seguro que si esto hubiera ocurrido habrían bastado dos segundos para que algún conocido pasara por allí y para que yo apareciera en las noticias de la noche como el hombre de las dos sombras. ¡Quita, tú, qué vergüenza...! Ser bígamo de sombras me avergonzaría. Uno es así...

No sé si fue mi atención o mi ensimismamiento, o si fue un regalo mágico de la naturaleza, pero ocurrió que a partir de un momento dejé de escuchar la cháchara y el ruido de la calle, y empecé a escuchar el cuchicheo de las sombras. Fue como si de pronto mi oído hubiera cambiado de emisora. Tal cual. Al principio la sensación fue rara, porque las sombras son tan comedidas en decibelios que son casi imperceptibles, pero, cuando mi oído se adaptó, la cosa no tuvo desperdicio. La parlanchina verbosidad de las sombras me descubrió que las sombras no huyen de los cuerpos en los que nacen, sino que es la mala psique de los cuerpos la que las repudia. Y ocurre que las sombras largan amarras de los cuerpos, tanto por orgullo mal entendido, como por miedo a la carantamaula con la que se enmascaran las almas de los que no quiere saber nada de su sombra. Y a partir de ahí las sombras toman vida propia, pero sin posibilidad ninguna de desligarse de sus orígenes. Sin ir más lejos, valga como botón de muestra mi vivencia de anteayer, en la que dos sombras que me suenan, pero que no acabo de identificar, chachareaban a lo lejos:

„Why not a relaxing cup of café con leche in Plaza Mayor? -preguntaba una de ellas-.

-OK, pero en diferido, en forma, efectivamente, de simulación, que es más barato ¿vale...? -respondía la otra.

Uno, que le ha dedicado a Jung algunas-muchas horas de su vida, algo sabe de la sombra como arquetipo, que viene a ser, grosso modo, una especie de polaridad de la consciencia, resultado de un coctel de deseos reprimidos e impulsos incivilizados que excluimos de nuestra percepción de nosotros mismos, «porque no forman parte de nuestro ideal, por ser inferiores». Pero, francamente, aunque nuestra sombra, en síntesis, es el compendio de todo aquello que no nos gusta de nosotros mismos, nunca pensé que algunos llegaran a repudiarla y que las sombras terminaran reptando, como cuerpos oscuros sin alma, por esos suelos de Dios. Los seres humanos sin sombra son como ángeles ápteros...

Refiriéndose entre otras cosas a la sombra, decía Jung que todo lo que negamos nos somete y todo lo que aceptamos nos transforma, o algo así. Y yo, que lo creo, generoso lector, pienso que un ángel sin alas ni es ángel ni na de na€ Así que, si soy condenado a la vesania de una segunda votación para lo mismo, como esta ronda también la pago yo, esta vez votaré en función de lo que esconden sus aspirantes señorías, o sea, en función de sus sombras, que de sus «luces» me fío menos, porque algunas «luces», entre otras cosas, nos han traído pésimos ministros de Turismo. ¿O no...?