Haciendo honor al título de la obra de Samuel Beckett, los cuatro personajes del drama mienten y ocultan siempre sus verdaderas intenciones. Cuando cae el telón, los espectadores han asistido a una representación genuina del gran teatro del absurdo. Los cuatro meses transcurridos desde las elecciones del 20-D han resultado una pérdida de tiempo y, lo que es peor, un ensanchamiento del foso que separa desde hace tiempo a los políticos profesionales de sus electores. La escenificación vivida resulta inconcebible para una mentalidad europea. Si esto ocurre en España nos lo tendremos que hacer mirar, empezando por echar la vista muy atrás. Lo que nos pasa no es más que el precipitado de un proceso que viene desde la misma Transición.

Las formaciones políticas que han ocupado los gobiernos desde hace casi 40 años se pusieron de acuerdo en construir un Régimen de partidos -y un modelo de Estado- que solo podía devenir en una partitocracia. Es lo que tenemos, y ahora, por si alguien tenía dudas, ya lo sabemos. Nuestra clase política dirigente ha demostrado estar menos interesada en resolver los problemas que importan a los ciudadanos que a los que les afectan a ellos como élite privilegiada con intereses particulares. De otra manera no puede entenderse su comportamiento en su fallido intento para formar un gobierno que evitara la repetición de las elecciones, sortear el riesgo de frenar el crecimiento económico y el consabido desplome del Estado del Bienestar.

Todos echan las culpas a todos, pero haciendo un esfuerzo de objetividad no sería justo repartir las culpas a partes iguales. Hay que partir de dos hechos esenciales para juzgar lo sucedido. El primero es que, no dándose una mayoría absoluta, se hacen obligados los pactos de gobierno. El segundo, es que reclamando nuestra sociedad -explícitamente o no- un gran pacto para abordar una reforma constitucional que englobe a la Justicia, a la Educación, a la Ley Electoral, a los partidos políticos y al modelo territorial, tal empresa es imposible afrontarla sin acuerdos que impliquen a varios partidos, principalmente a los mayoritarios. Por eso, desde el principio, el único gobierno posible (y real) era un gobierno donde entrara el PP (con o sin Rajoy); también era aritméticamente posible un gobierno del PSOE con Podemos y las extensiones necesarias, pero no era realista, como se ha demostrado.

Así las cosas, se mire por donde se mire, el principal responsable de que no se haya formado gobierno es Pedro Sánchez, del cual dependía cualquier combinación que se intentara. Resultando inadmisible que se negara a hablar, utilizando un estilo altanero, con el partido que había ganado las elecciones, el sectarismo ideológico del que ha hecho gala el líder socialista (consentido por el Comité Federal de su partido) ya no es de recibo. Hoy en Europa, es impensable que un dirigente responsable trate de excluir del juego político a un partido democrático, que es, además, el partido mayoritario. Ese remedo de intentar resucitar el malhadado Pacto del Tinell, pero haciéndolo extensivo a toda España, sólo responde a una pulsión totalitaria que ya no puede caber entre nosotros.

El secretario general del PSOE, partiendo de unos resultados electorales catastróficos, ha pergeñado unos pactos diseñados sobre el eje ideológico izquierda-derecha, con el fin de sacar del circuito institucional a la derecha y contar con el apoyo de Podemos y sus confluencias, o sea, con la extrema izquierda, para satisfacer su compulsiva obsesión de llegar a la presidencia del Gobierno como fuera. Y, en ese dislate, arrastrar a su partido con todas las consecuencias.

En la encrucijada por la que está pasando España -con un país más balcanizado que nunca y con riesgo serio de fracturarse- el único eje sobre el que tenía que haber basculado la formación de gobierno no podía ser otro que el que separa el bloque de partidos, independientemente de su color ideológico, que están a favor de poner al día la Constitución, del bloque de los que quieren abrir un proceso que lleve a su demolición y a lo que significó el pacto del 78 que pretendió cerrar para siempre la guerra civil.

Esta era la posición de Ciudadanos al día siguiente de las elecciones del 20-D: un gobierno constitucionalista de amplia base (PP, PSOE, C´s); posición que, incomprensiblemente, abandonó para convertirse en el único socio fiable de Sánchez. Una estrategia equivocada que, probablemente, le hizo perder a Albert Rivera la oportunidad de convertirse en el único árbitro de la política española. Muchos de quienes entregamos nuestro voto a C´s -y no veníamos de ser votantes del PP- no hemos entendido su pacto con el líder socialista, porque supone un desmentido a casi todo lo que el partido naranja había prometido antes. Pactar con Sánchez es pactar con el sector menos socialdemócrata del PSOE y hacerle el trabajo sucio de sumarse a las descalificaciones excluyentes contra el PP y a ejercer una agresividad exagerada e impostada contra Mariano Rajoy, como hemos visto. Todo para alcanzar lo que se ha dado en llamar el cambio.

Pero, ¿qué cambio? Aquí, no creemos que haya lugar, en este momento, a otro cambio que el de las inexcusables reformas señaladas más arriba y que exigen la renovación de la Constitución, y ésta no admite modificación alguna si no se cuenta con el PP, porque es imposible semejante reajuste ignorando a una parte considerable de la ciudadanía y al artículo 167 de la Carta Magna. Este ofuscamiento se parece a la pretensión de empeñarse en abrir una causa general contra el PP basándose en sus casos de corrupción. Ciertamente, denunciar los casos de corrupción de los populares es una medida de pura higiene democrática; pero, ¿sólo la corrupción del PP? ¿La que ha afectado históricamente y actualmente al PSOE que gobierna en Andalucía (con el sostén de C´s) hay que pasarla por alto? Es difícilmente comprensible la dinámica maniquea en la que ha caído Rivera una vez que ha sido atrapado en la tela de araña de Sánchez. No nos sorprendería que, ante las próximas elecciones, se percate del error y trate de alejarse de esta deriva. Pero, ¿será creíble?

Los acontecimientos vividos demuestran la delicada encrucijada que estamos viviendo, aunque la mayoría de los españoles no son del todo conscientes de la misma. Casi todos los analistas piensan que hace 40 años fuimos capaces de salir de una situación peor, pero olvidan que, entonces, a la mayoría de los partidos políticos les unía un objetivo común muy poderoso: salir de la Dictadura. Hoy no les une casi nada.