El rey miró hacia el sur y dijo algo así como «por lo que me está costando, bien debería verse desde aquí». Se dice que la anécdota tuvo lugar en la azotea del Palacio de Oriente de Madrid, y el objeto de la inversión que se juzgaba desmesurada era la Aduana de Málaga. Ni que la hubiese pagado de su bolsillo, diríamos hoy. Obviamente, el edificio no podría verse desde el centro de la Meseta; pero tampoco ha resultado muy visible desde la propia ciudad que lo arropa, y en las últimas décadas ha sido más un decorado opaco y hermético que lo que realmente es: uno de los máximos exponentes de la arquitectura de la época de la Ilustración. Es posible que resultara sobredimensionado para su cometido ya desde el tablero de diseño, pero gracias a eso es un contenedor idóneo para albergar los fondos del Museo de Málaga, que unifica los fondos de los antiguos Museo Arqueológico y de Bellas Artes, 38 millones de euros mediante. El Museo de Málaga es precisamente el menos prescindible de los muchos museos de la ciudad, al ser el que la explica en buena medida; aunque es el que, como las divas de antaño, más se está haciendo de rogar: llevamos un lustro asistiendo a anuncios más o menos verosímiles de inauguraciones que nunca tuvieron lugar en la fecha fijada. Esta semana se produjo el penúltimo acto, y este sí que parece definitivo: la patata caliente de las simbólicas llaves de la Aduana (esto es, la obligación de pagar las facturas) pasó de manos estatales (titulares del edificio) a autonómicas (encargadas de la gestión), con el compromiso de apertura de la institución durante el año corriente. Aunque tardío, se agradece este gesto de entendimiento entre distintas esferas de la Administración Pública, y la inauguración bien habrá valido la pena la espera. Ojalá se produzca el mismo entendimiento en otros foros, como en el asunto del Metro, por ejemplo.