Sabemos cómo usar un mapa. Lo desplegamos y buscamos el lugar concreto al que queremos dirigirnos. El mapa, preciso, imparcial, nos habla, nos indica una dirección, nos invita a caminar. El mapa no miente porque sus coordenadas no nacen de la voluntad, de una conciencia activa capaz de tomar decisiones, sino de la precisión de quienes lo hayan cartografiado. Los mapas ejercen una función y la cumplen a rajatabla: dibujando el espacio sin cuestionarlo, estableciendo distancias, cruces, accidentes u obras arquitectónicas de manera objetiva y desapasionada. Así que abrimos el mapa, le hacemos una pregunta, hallamos la respuesta, calculamos el recorrido y emprendemos un viaje de minutos, horas o días confiados, reconfortados y seguros de que no vamos a perdernos.

¿De verdad es tan fácil? ¿No será que los mapas, con su apariencia de sencillez y de pulcritud informativa, no se esconden un as en la manga? ¿Podría suceder que los mapas, contra lo que se ha afirmado con anterioridad, no se limitan a ser agentes pasivos de nuestras necesidades de orientación sino seres activos capaces de influir en el diseño de los itinerarios (geográficos, cognitivos, emocionales, filosóficos) que emprendemos? ¿Es que nunca hemos sentido cómo, al inclinarnos sobre un mapa, éste se ha puesto a temblar levemente y nos ha nublado unos instantes la vista y, de pronto, sin saber cómo, hemos cambiado el sentido de la consulta y nos hemos interesado por saber cómo alcanzar un lugar diferente del aquel por el que lo habíamos desdoblado? ¿Tienen los mapas alguna clase de responsabilidad sobre lo que somos, pensamos, deseamos o hacemos, sobre el modo en el que nos relacionamos con los demás y con nosotros mismos, sobre lo que emprendemos o desechamos, sobre nuestra imagen, proyectos o palabras?

Los mapas están vivos. Y algo más: los mapas son muy sensibles, y reaccionan en consecuencia, con quienes les respetan o lo contrario. Los mapas respiran, destilan ideas y sentimientos, se entregan o se cierran según claves íntimas que haríamos bien en escudriñar si queremos que nos digan su verdad y, de paso, la nuestra. Los mapas no se dan a cualquiera, aunque lo fingen tan bien que muchos desaciertan su sendero de manera reiterada sin caer en la cuenta de lo errados que van por su vida. Los mapas sonríen, se burlan, aman, sueñan, escriben mensajes en el aire, se borran, se van por las ramas, corren, encienden linternas, fruncen los ojos, callan, gritan, visitan los bares y los museos señalados en ellos. El mapa de una ciudad, el mapa de las estrellas, el mapa de una historia de amor, el mapa de un país, el mapa de las aves, el mapa de las corrientes marinas, el mapa de las conexiones neuronales, el mapa de las amistades: en cada mapa el universo se pone en marcha y a nosotros con él (y ay de quien no acepte esa invitación y se quede detenido en un punto hasta que se alce sobre él como una cárcel).

Leer un mapa no es o no debería ser algo rutinario o baladí. Porque cuando uno consulta un mapa, por poco trascendente que le parezca lo que le pregunta, se está buscando a sí mismo. Está buscando, de hecho, las razones por las que existe y los pasos que tiene que dar para ser plenamente eso que es. Lo terrible es que en esto, como en todo, hay quien prefiere seguir siendo el turista de sí mismo que el habitante de la propia y altísima felicidad que cada cual tiene a su disposición.