Alemania de Angela Merkel no renuncia a llevar la voz cantante. En un primer momento trató de imponerles a los socios comunitarios un reparto de los refugiados a los que sin la precaución de consultar previamente a los otros gobiernos había dado la bienvenida, pero que pronto amenazaron con causarle un problema político interno.

Luego, en vista de la oposición de los socios a ese reparto, se le ocurrió a su gobierno la solución de externalizar el problema que planteaban los solicitantes de asilo, encomendando su gestión a Turquía, país al que serían devueltos todos los que llegasen ilegalmente a Grecia para canjearlos por sirios ya en suelo turco, como si se tratase de mercancías intercambiables.

Para ello, ni ella ni sus socios tuvieron el menor empacho en declarar a Turquía como «país seguro» sin que les parecieran importarles lo más mínimo su conflicto con sus propios kurdos, el encarcelamiento de periodistas críticos como sospechosos de terrorismo o la represión de cualquier disidencia.

¡Cómo cambian las cosas! Hace sólo tres años, esa misma Merkel que, en su desesperación, ahora recurre al presidente Erdogan se decía horrorizada por la brutal intervención de la policía turca contra los ecologistas que se manifestaban pacíficamente en el parque Gezi, de Estambul, contra la construcción de un centro comercial.

Hoy no se escucha nada de eso a pesar de que la situación de los derechos humanos y los ataques contra la libertad de expresión se han agravado desde entonces en ese país miembro de la OTAN y a todas luces cada vez más islamizado.

Y, sin embargo, las cosas podían haber discurrido de otro modo si no hubiese sido porque la propia canciller, quien en septiembre de 2007, poco después de ser elegida canciller, tan radicalmente se opuso, junto al entonces presidente francés, Nicolas Sarkozy, a la posibilidad de un ingreso de Turquía en la Unión Europea.

En aquel momento, Erdogan no era el tremendo autócrata en que se ha convertido hoy, sino que lucía aires de reformista y parecía dispuesto a adecuar a su país cada vez más a las exigencias de Bruselas y aproximarlo al club de las democracias europeas. Pero Merkel no dio entonces pruebas de valentía sino que siguió la que había sido doctrina tanto de la CDU como de la CSU bávara, contrarias a que un país musulmán, con u peso demográfico que se aproxima al de la propia Alemania, pudiese entrar un día en ese club cristiano, como lo definían muchos dirigentes europeos.

La canciller no sólo desairó entonces al orgulloso Erdogan sino que hizo caso omiso de los casi tres millones de personas de origen turco que viven en su país y a los que durante muchos años Alemania había considerado simplemente «Gastarbeiter» (trabajadores invitados) . Los cristianodemócratas y sus socios bávaros temían sobre todo que Alemania pudiese llegar a tener consideración de país de inmigración.

Hoy, las cosas han cambiado para peor y se echa de menos esa otra Turquía que, sobre todo con ayuda de la UE, habría podido tomado otros derroteros hasta el punto de servir, como pensaban entonces algunos, de modelo de un islam más liberal y tolerante para millones de personas que viven en Oriente Próximo.

Y ahora, precisamente ahora, esa misma Alemania que entonces no vaciló en desairar a Erdogan se deja chantajear por un político que no tolera la mínima oposición a su política y que impone a la UE sus condiciones a cambio de encargarse del trabajo sucio con los refugiados. Hay errores políticos que acaban pagándose caros.