La Fundación Friedrich Ebert publicó un estudio la semana pasada en torno a las políticas de innovación en tiempos de digitalización. Con el foco puesto en Alemania, Finlandia y Suecia, los autores del informe se preguntaban sobre las distintas orientaciones dadas en estos tres países a los nuevos retos que la aceleración tecnológica está planteando. Como punto de partida, una diferencia entre los modelos públicos de fomento de la innovación: mientras que Finlandia y Suecia han optado por la llamada «innovación social», prestando atención a las necesidades del país y de la sociedad, en Alemania el sistema de innovación está muy enfocado a las necesidades de su industria exportadora. Ambas visiones afrontan una oleada digital que puede sin duda alterar las formas de hacer las cosas en todo el mundo.

¿Cómo está la situación en España? El viernes el semanario Ahora ofrecía un detallado análisis de nuestra realidad. Diego Moñux, socio de una consultora tecnológica, escribía un largo texto sobre nuestras propias amenazas y debilidades. Como se suelen dar primero las malas noticias, ahí van dos de ellas: «en los últimos 20 años, la arquitectura institucional de la función de I+D de la Administración General del Estado ha cambiado seis veces, todo un récord internacional». Y también hay que hablar del problema nacional existente para «traducir nuestro potencial científico en riqueza económica». Dos cuestiones muy relevantes, aunque quizás la primera de ellas haya pasado más desapercibida que la segunda para el público en general, acostumbrado a los vaivenes políticos en materia de educación pero no tanto en cuestiones de innovación tecnológica.

Sin embargo, el artículo de Diego Moñux pone también el acento en algunas de nuestras fortalezas. En España, ya se sabe, tiene mucho más recorrido la crítica que el diagnóstico objetivo. Moñux cita algunos ejemplos de cosas que se han hecho bien, desde el programa INNVIERTE hasta los créditos fiscales para emprendedores, pasando por el papel de agencias autonómicas como la gallega o la vasca. Ya escribí en otra ocasión que sólo estas dos comunidades autónomas han prestado atención hasta la fecha a la llamada «Industria 4.0». Este artículo demuestra que no era casualidad.

¿Qué hace falta para consolidar un sistema nacional de innovación que funcione? Básicamente tres cuestiones, apunta el autor. En primer lugar, financiación. Mucha gente viaja a los Estados Unidos o Israel sólo para descubrir, en el mejor de los casos, que la financiación es sobre todo pública y que la media de aportación privada está entre el 5 y el 10%. Igual que en España. Así que hay que fortalecer la financiación pública orientada a objetivos, y sobre todo facilitar la gestión de los recursos privados que puedan ir confluyendo hacia el sistema de investigación.

Otra de las patas del éxito está en la profesionalización de la investigación, bien canalizada a través de modelos ágiles y menos burocráticos, como los que ya existen en otros países de nuestro entorno y que aquí parece que se hace en organizaciones como la Universidad Politécnica de Valencia o el Instituto de Salud Carlos III. Y, finalmente, está la cuestión de la estabilidad. Una estabilidad necesaria en dos ámbitos: en las políticas públicas, que no pueden cambiar a golpe de elecciones y mayorías parlamentarias, y por supuesto en la organización administrativa. Como recuerda el autor, hay un viejo lema en los Estados Unidos: «si no está roto, no lo arregles». Certero y atinado.

España tiene un fuerte potencial en materia de innovación, que sería mejor sin los recortes al CSIC y la diáspora de sus jóvenes investigadores. Ojalá que sea una prioridad en la agenda pública. Hoy los trenes viajan ya a velocidades inalcanzables y perderlos supone quedarse muy atrás.