Los estudios empiezan a cuantificar el deterioro de las clases medias en España y Europa. No se trata ya de percepciones, sino de tendencias, de realidades. En un conocido ensayo, el historiador británico Tony Judt se preguntaba qué hemos hecho mal para que el gran logro social del Estado de bienestar haya entrado en crisis desde la caída del muro de Berlín en 1989. Por supuesto, no hay respuestas sencillas ni unívocas. Está la sequía demográfica, que ha envejecido el rostro de las sociedades del primer mundo. Están los efectos de la globalización, en gran medida positivos, pero que a la vez provocan cambios profundos en el reparto de la riqueza. Así, por ejemplo, en China cada año se suman millones de ciudadanos a la clase media, adquiriendo su primer coche o su primer electrodoméstico de gama alta, mientras que en Europa se incrementan los contratos en precario o los sueldos insuficientes. Tampoco debemos olvidar las consecuencias de la ideología sobre la realidad. La ideología altera nuestra forma de mirar y de comprender la realidad y también aspira a transformarla, en ocasiones de forma violenta. Asimismo, hay que contar con la tecnología y con lo que Tyler Cowen denomina la «estagnación de la productividad». De hecho, los grandes avances tecnológicos ocurrieron a finales del XIX y, sobre todo, en la primera mitad del siglo XX: la aviación y la automoción, los teléfonos, el televisor, los frigoríficos… Después, como ironiza Peter Thiel, la ciencia ficción nos había prometido coches voladores y, en cambio, lo que ha llegado son los 140 caracteres del Twitter. La robótica, por su parte, resulta tanto una amenaza como una promesa todavía no cumplida. Occidente languidece lentamente, mientras se acelera el deterioro de las clases medias… Hablamos ya de realidades.

Un informe reciente del Instituto Valenciano de Investigaciones Económicas y la Fundación BBVA nos indica que unos tres millones y medio de españoles han dejado de formar parte de la clase media desde que estalló la crisis, hace ahora casi una década. Son números contundentes que revelan la explosiva atomización social que está imponiéndose en España (y en Europa). El estudio ya sitúa a un 40% de la ciudadanía en el escalón de las clases bajas, lo que subraya el empobrecimiento general de un país que, no lo olvidemos, todavía no ha recuperado el PIB anterior al estallido de las subprime. A pesar de los efectos balsámicos de las políticas sociales -y del apoyo intergeneracional de las familias-, la herencia que deja la crisis en España resulta devastadora: un endeudamiento descontrolado, altas tasas de paro estructural, empleo precario, salarios más bajos y menor protección social, como es ya evidente en las pensiones públicas.

En última instancia, se puede hablar de una doble consecuencia destinada a articular el malestar de la sociedad durante los próximos años: el miedo y la ira. El miedo de la clase media a ser vulnerable o a verse degradada; el miedo a perder el trabajo o a no poder pagar las letras; el miedo a no ser capaces de ofrecer un futuro mejor a los hijos. Por otro lado, surgen la ira o la rabia como respuesta: la demanda de soluciones drásticas e inmediatas. El miedo y la ira sedimentan el terreno del populismo, esa gran tentación de la política actual, tanto en la derecha como en la izquierda. Donald Trump, por ejemplo, con su discurso xenófobo y perverso, o los distintos partidos de retórica antieuropeísta en la UE o la nueva izquierda que procede de los diferentes movimientos de protesta social. Miedo e ira constituyen malos consejeros, ya que pueden dinamitar el gran pacto imperfecto de las democracias parlamentarias. En este sentido, el remedio sería peor que la enfermedad.

La Historia nos recuerda que muchos problemas requieren décadas, a veces siglos, para encontrar una solución razonable y efectiva. Es lo que sucedió, por ejemplo, cuando con la primera revolución industrial apareció el proletariado. Del mismo modo, la globalización de la economía y la creciente robotización acarrean dificultades complejas que no se pueden resolver de inmediato, entre otros motivos porque tampoco sabemos cómo. La atomización social ha llegado para quedarse. Y esto no es una buena noticia.