Málaga es una ciudad que se jacta de tener una cultura propia del café. Tantos nombres y formas que al final derivan en camareros que, bien por inexperiencia o bien por hartazgo, no diferencian una nube de un sombra o la leche fría de la que hierve en los calderos de Satán. Tomar un buen café en Málaga se va convirtiendo en un ejercicio difícil. «La vida es demasiado corta para un mal café», leí a orillas del Pacífico hace unos años. Y tanto. Un mal café es capaz de arruinar tu día. En El Diamante Francis lo sabe y se afana en preparar los que sean, probablemente, los mejores cafés de Málaga. Allí, en Pozos Dulces, un solo doble es eso, un solo doble.

El Diamante tiene ese sabor de bar antiguo: un cuadro del Cautivo, las estanterías llenas de botellas añejas, las neveras revestidas de madera con el motor exento dando conversación de cuando en cuando a los presentes y un cartel que exige que pida leche de fresa? Mañana por la mañana lo mismo me animo y la pido por primera vez.

Ya ves tú. Francis y Mariví llevan más de 20 años dando de desayunar a decenas de personas cada día. A casi todos nos llaman por nuestro nombre y nos han visto pasar por la barra de mármol con caras de dormir poco y de dormir mucho, de habernos levantado con ganas de jarana o sin tener fuerzas ni para articular palabra. «Buenos días, Fran» es lo primero que escucho al entrar. Como yo, el goteo incesante de clientes que piden pitufos, molletes, vienas... Sólo si eres nuevo te preguntan, porque a los parroquianos nos tienen más que fichados. El Diamante es de esos sitios que mantienen la idiosincrasia de una Málaga añeja que convive a la perfección con la otra ciudad plagada de turistas de chancla y calcetín.