Los músicos ya estaban en el escenario chequeando sus instrumentos. El camerino se quedaba vacío; iba a ser el único momento de esta noche en que estaría realmente solo antes de darle vida a un sueño tan largo. El magnífico Coki Jiménez, a la batería, marcaba su cuenta a baquetazos... Un, dos, tres y el pistoletazo de salida a una nueva senda comenzaba. Ellos hacían solos una canción instrumental, para cuadrar sonido, templar los nervios y hacerme la alfombra musical antes de salir ante el público en el segundo tema -esas manías de entertainer antiguo, benditas sean-. En ese momento delante de mis ojos, la creación, las bambalinas eran el último escalón del limbo, la capilla a un paseíllo del ruedo; ya no hay vuelta atrás, la soledad a punta de pistola, mientras tus compañeros disfrutan de los primeros compases, se miran, se aseguran de que todos se escuchen bien y todo esté en su sitio.

Tras los aplausos y otra nueva cuenta del batería comenzaba mi paseíllo hasta el micro, la sensación de encontrarte con una sala llena que te da la bienvenida con una ovación me hace recordar el porqué se aguanta tanto y tanto en esta profesión; cuántas veces me he preguntado si estaba volviéndome majara con la toalla en la mano al borde de besar la lona... «Pues para esto, chaval», me decía el subconsciente. La expectación que ha creado el disco y toda la movida que has montado, tontorrón, ahí lo tienes... Ahora no me toques las narices y haz lo que tienes que hacer, lo que realmente te gusta y te mantiene vivo. No hay sitio más seguro en el mundo que estar detrás de una Telecaster, la mejor trinchera para afrontar mil batallas. Enlutado de los pies a la cabeza, el negro es señal de respeto a una música que dicen que está muerta, pero, sin lugar a dudas, en ese escenario había cinco tipos que dedican sus vidas a mantenerla viva y dignificada. Tras cinco temas de mi repertorio anterior, que se sucedieron sin parar, como cinco tiros a bocajarro, llegó el momento de dirigirse a esa gente que tenía delante y que venía a ver en qué había andado durante todo este tiempo. Llegaba la hora de presentar en sociedad los diez temas que conforman mi Acto De Fe.

«Bienvenidos mis creyentes/ señoritas, caballeros/ante ustedes un penitente/un penitente rockero. Mi estación de penitencia/ Miraflores, Cuchilleros/ las Vistillas y las Ventas/no me lo tengan en cuenta/soy de Cruz de Humilladero?». Tras unos párrafos de presentaciones a cada músico y alguna que otra rima que no se cortaba ni con cristales, sentenciaba así: «Aquí no se venden motos/para salir en la foto/y sin nada que ofrecer/ hoy la cochera es mi plaza /esto es puro rock de raza/esto es mi acto de fe». A partir de ahí fuimos desgranando las nuevas canciones y cuando me quise dar cuenta ya estábamos encarrilando el final. Esperando para los bises en el escenario sonaba un «¡Zurdo, Zurdo!» de fondo; ahí fui consciente de donde estaba y que estábamos haciendo. La emoción y la alegría embargaron mi cabeza y en las dos últimas canciones parecía que faltaba escenario, watios, la banda enchufada, Oliver Sierra, Pepe Blanca, Adolfo Caimán, Daniel Hidalgo y mi mano derecha, Manuel Moles, sabían que eso era la traca final y bien que dieron cuenta de ello; fue el momento de explosión, el subidón más grande que se puede vivir en la vida, cuando tras tanto esfuerzo y tanta lucha, llega el final de la noche y todo ha salido a pedir de boca. Eso es lo que tiene la culpa de que sigamos pisando el escenario; el resto se puede comprar con dinero.

El 11 once de junio toca presentarlo a mis amigos madrileños, esta vez acompañado por algunos próceres del rock patrio. Os contaré el antes y el después de otra aventura zocata.