El telediario da pistas de cómo quieren representarse los candidatos de vuelta a la campaña en imágenes de Mariano Rajoy severo en el semblante y de Pedro Sánchez sonriendo al público como si recogiera un Oscar. La seriedad de Rajoy la confirma el vídeo del presidente del PP ante la puerta ventana de La Moncloa, donde desperdicia los aburridos 50 segundos iniciales en dar la vieja nueva de que habrá elecciones.

Las tomas de frente y de perfil, tan policiales, no benefician al presidente de un partido plagado de individuos que han recibido la llamada del inspector, sido objeto de registros y sentido la presión en la coronilla que evita el chichón al entrar en el coche que lleva a comisaría. No se ve el sentido narrativo a ese salto de plano medio de frente a perfil en primer plano. Quizá el cambio sea para mover al quietista, quizá sea porque el perfil del presidente en funciones sugiere más determinación que su mirada esquiva, inquieta, miracielos pero ese trajín distrae de un discurso, que puntean en bucle y en crescendo cuerdas lejanas, en el que mete miedo con «los otros» para quitarlo con un «aquí estoy yo», queridos amigos de mi fe o de mi edad a los que me dirijo formal aun sin corbata.

Mientras tanto, el trávelin a mano de un par de cámaras de teléfono móvil en una mañana con ruido de viento, escenifica en la Puerta del Sol del 15M, el encuentro de Pablo Iglesias (Podemos), hablando en singular en nombre de la más plural de las formaciones, y de Alberto Garzón, hablando en plural en nombre de una coalición que se vacía. La robla en Lavapiés con dos botellines de cerveza, la bebida de la desesperanza laboral y del gas futbolero, es un wasap al corazón de los perdedores de la crisis. Al paladín de lo nuevo, Alberto Rivera (Ciudadanos) el comunismo le parece antiguo. Lo es: se le calcula un segundo más de vida que al anticomunismo.