No hay cosa más difícil que educar a un niño, salvo, quizás, ponerle nombre a un perro. Educar es extremadamente complejo, sobre todo porque sobre quien recae la responsabilidad de educar no siempre está cualificado. Lo hacemos, la mayoría de la veces, según nuestro mejor parecer y entender, «sin conocer el oficio y sin vocación», que cantaba Serrat.

Ahora, de pronto, una parlamentaria de la CUP, Anna Gabriel, ha abierto la caja de los truenos al expresar su preferencia por la «cocrianza» (un modelo basado en la educación de los hijos en un sistema comunal), y no por la tradicional familia occidental.

Sin llegar a los extremos del caso, yo pertenezco a una generación, quizás la última, que fue educada también (y digo también, no digo exclusivamente), por el entorno. Tenía un padre y una madre que se ocupaban de mí, de mi manutención y educación, pero cuando estaba fuera de su alcance nunca faltaba una maternal vecina o un paternal conocido que me socorriese si hacía falta o me pusiese convenientemente en vereda. Aquellas vecinas de antes, que eran prácticamente de tu familia, con cuyos hijos andabas todo el día como si de tus propios hermanos se tratase, en cuya casa comías si se terciaba, o te curaban las rodillas despellejadas cuando te caías, o te dejaban pasar horas tirado en el sofá, como uno más de «su» familia, viendo la película de la tarde del sábado, me educaron también, me enseñaron a estar entre los demás, a vivir socialmente. Y como a mí, a muchas generaciones atrás. Y creo que la pérdida de ese modelo nos ha hecho mucho daño. No sé muy bien por qué, de pronto, a un niño no le puede reñir razonablemente nadie que no sea su padre o su madre, sin correr el riesgo de acabar en pelea con sus ofendidos papás. Sea lo que sea lo que haga. De ahí, de ese modelo exclusivista y superprotector incluso en la injusticia, ha venido generaciones con una idea general de impunidad, con las excepciones que sean necesarias.

Seguramente la parlamentaria catalana estaba recordando el proverbio africano «para educar a un niño hace falta una tribu entera», que el filosofo José Antonio Marina reivindicó en su libro Aprender a vivir, en el que sostenía que «todos somos responsables de la educación de los niños que se crían en nuestro grupo social», que es más o menos un modelo similar.

De todas formas, en esto las recetas son fácilmente rebatibles. John Willmot, más conocido tal vez por su título nobiliario, Lord Rochester, fue un tipo vitalista, edonista, libertino y buen poeta, autor de una frase cargada de cinismo pero también de sabiduría: «Antes de casarme tenía seis teorías sobre el modo de educar a los pequeños. Ahora tengo seis hijos y ninguna teoría».