No piensen que estoy enfadada. No. En mi larga vida me he enfadado pocas veces, muy pocas. Y no es que no haya sufrido por los ataques e inconveniencias que me han dirigido en el transcurso de mis setenta y cinco años. Mucho, pero, siempre seguía el consejo de mi madre: «Sonríe, nena. Cuando los estúpidos que te incordian diariamente se den cuenta de que no les haces caso, bajarán sus cabezas y sufrirán un gran desengaño al comprender que son tan obtusos que no consiguen que una niña más pequeña que ellos sufra con sus torpes agravios». Mano de Santo, oiga.

Hablando de enfados, a pesar de haber nacido en el pueblo de Rajoy, no me gusta ver paraguas abiertos por las calles. Yo soy así, me enfado poco, pero cuando lo hago me dura hasta diez minutos. Luego respiro hondo y me bebo un vaso de agua fresquita que, según decía mi suegra, que en paz descanse, sosiega mucho los malos deseos. ¿Saben lo que estoy descubriendo? Créanme, lo digo en serio. Según transcurren los días de estos últimos años me estoy volviendo menos tolerante. Serán los años de más que estoy viviendo, la mala uva que tienen algunos de los personajes que nos rodean o, simplemente que «estaría escrito en mi tabla de la vida». Pero, sea una cosa o la contraria, tengo que mejorar mi carácter. ¿Por qué?, -preguntarán algunos- muy claro, clarísimo: Ayer me di cuenta de que estaba increpando a un cuadro que cuelga en una de las paredes de mi salón. Lo mejor de todo es que ninguno de ellos se dio por aludido. Esto también me lo tengo que mirar, pero en serio, porque cuando me ve mi médico de cabecera me pregunta por mis nuevos libros, por mis artículos, por mis viajes. ¿De salud? Ni mijita. «Estás sobrada, arqueóloga, ojalá pudiera estar yo así dentro de 15 años». En ese momento dejo de acordarme de mi espalda, de mis rodillas.... ¿Para qué?