El arte va de culo. Hace diecisiete años, la cama deshecha con arrugas de sexo de Tracey Emin fue finalista del premio Turner. Este año lo son las nalgas masculinas de un diseñador gráfico que Anthea Hamilton escaneó en 3D y las ha convertido en un cartel promocional de 10 metros de altura. Tracy Emin no ganó el célebre premio londinense pero en 2014 vendió su lecho amatorio por 4,3 millones de dólares en una subasta de Christie´s. Si la segunda gana el Turner se llevará las 25 mil libras del certamen plástico. Todo depende de que el jurado escoja su obra entre otras tres aspirantes. En cualquier caso el culo Hamilton ha abierto las portadas de toda la prensa inglesa. No sé si es porque el gremio la ha considerado una metáfora de su futuro, pero imagino la cara que habrá puesto la gran actriz Glenda Jackson al verlo en The Times el mismo día que las portadas de la prensa de España esquinaban la cara sonriente de su admirada Nuria Espert, Premio Princesa de Asturias, a la altura por la que los dedos pasan de página. Esa sí es una noticia que prestigia la cabecera de un periódico que no quiere perder el poco papel que le queda, sin dejar de reconocer los de una mujer de teatro que los ha hecho todos. Desde un gato en una noche de sus 13 años hasta la de Rey Lear de hace unos meses, frente a la mirada de Lluís Pascual. Aquel joven director en el que confió para interpretar la Otra Fedra, si gustáis que Salvador Espriú escribiera para ella en 1978. Ningún papel se le ha quedado pequeño ni grande desde su infancia prodigio por los nidos de arte de la posguerra de noche, en los que subía a las tablas para recitar felina y grave, sin dejar que se le notase el llanto hacia adentro por no ser bailarina. Lo ha contado en casi todas sus entrevistas. Elegante, cercana, rítmicas en vuelo las manos como pájaros orientales, o recogidas como se recogen las rosas rojas del éxito, entre la alegría y la serenidad en el regazo después del estreno y en pie los aplausos.

Más de 63 años en la piel de las dramáticas criaturas de Lope de Vega, de Moliere, de Chejov, de Eugene O´Neill, de Arthur Miller y de Valle-Inclán entre otros maestros de la magia del teatro que desnuda la vida y nos la interpela de frente. De cara a la conciencia, pellizcándonos el estómago. "En el cine hay una masa que reacciona, ríe o llora junta. En el teatro cada persona ríe o llora en solitario, con la emoción que bien de la escena". Me lo dijo ella, en un ciclo del Teatro Cervantes de Málaga, charlando en los noventa acerca de su obra y de los premios que todavía no sumaban 170; sobre las versiones japonesas de las tragedias griegas; de su experiencia de directora de La casa de Bernarda Alba, sin saber apenas inglés, con Glenda Jackson, Joan Plowright y Amanda Roth. Y en especial de cómo se podía interpretar más de tres veces al mismo personaje, con distintas edades, en diferentes espacios y con desiguales directores y que cada vez fuesen otra Medea, todas las Medeas, el mismo desgarro. A cada pregunta respondía suave, entre silencios blancos y sencillos monólogos proyectando su ángel, sonriendo ternura porque seguro que se daba cuenta de que bajo la admiración y el trabajo preparado, temblaba el joven de 19 años que lloró viéndola interpretar Doña Rosita la soltera. Fueron García Lorca, Eurípides y Shakespeare los autores a los que mejor ha entendido por dentro esta reina para la que el teatro ha sido siempre una hermosa historia de amor. La misma que le unió a la tristeza y desvelo de su madre. Y también a Armando Moreno, el compañero y esposo que montó una compañía para ella, la dirigió diez veces en treinta y pico años y que después de enseñarle todo buscó a los mejores directores para que no dejase de crecer su sueño y su prestigio, y la razón de sus obras.

Gracias a ese generoso amor, Nuria Espert interpretaría tres grandes obras que la consagraron definitivamente entre 1969 y 1971. La innovación de Las Criadas de Genet, su incandescente Yerma lorquiana y su desnudo regio en Divinas Palabras. Espert en estado puro, la loba y la rosa de nuestras tablas, dirigida por la imaginativa violencia creativa de Víctor García. Un director con fama de maldito al que ella definió como un coreógrafo emocional que supo, junto con José Tamayo y Lluís Pascual, sacarle toda la entrega, el talento, el orden y la verdad que lleva dentro. Aunque con otros excelentes profesionales, como Marsillach, Mario Gas, Lavelli o Flotats, también devoró la piel a la que prestó su intensa mirada, su extenuación, su propia piel. Lo mismo que al público que no respira silencios ante su fuerza y la plástica levedad de sus actuaciones. Siempre Nuria Espert evitando sobreactuar, comprometida en su predisposición a jugar, a explorar y a explotar la esencia de la escritura dramática y el humanismo poético de las criaturas que escoge para componer y escenificar el rostro de la libertad y de la pasión.

Es lógico que le hayan concedido el galardón que ella ennoblece. Lo extraño es que hayan tardado tanto. Y todavía quedan magníficos nombres que merecen muchos más aplausos. José Luis Gómez, Josep María Pou, Julieta Serrano, Julia Gutiérrez Caba, Lola Herrero, Charo López, Lluís Homar, Blanca Portillo, Aitana Sánchez Gijón o Juan Echanove. Sin olvidar a los jóvenes que empujan con trabajo y clase en una rica estirpe de cómicos en la que son eternos maestros José María Rodero, Pepe Bódalo, María Fernanda D´Ocón, Mary Carillo, Manuel Galiana y otras figuras en blanco y negro de aquellos Estudios 1 que sentaban a nuestra mesa cultura televisiva, en lugar de casquería del corazón y concursos en los que hacer el idiota, el ridículo y el bolas.

Nadie se pone de acuerdo sobre si el teatro está recuperando público y prestigio. Lo que está claro es que hay festivales que apuestan, igual que el que dirige en Málaga Miguel Gallego, con seriedad y una rica variedad de ofertas, clásicas, frescas, innovadoras y jóvenes con equilibrio y éxito. Y también directores, como Andrés Lima, que rescatan con brillantez antiguos éxitos como El jurado, ahora con Víctor Clavijo, Eduardo Velasco, Cuca Escribano y Pepón Nieto, enjuiciando la corrupción política. Si el arte contemporáneo sobrevive como puede a la falta de coleccionistas privados y a la escasez de compras públicas, y las editoriales emborronan lo literario en favor de la sentimentalidad comercial, tal vez sea el teatro la única creación cultural valiente, digna y con talento que nos queda libre y esperándonos.

Tal y como muerden los tiempos que nos suspenden la vida, habrá que decidir si el teatro que queremos es el bisturí de la sociedad y la cuestión es ganar cultura, o si por el contrario enterramos del todo la escala de valores y seguimos aplaudiendo el cómico esperpento de la política como obra de arte del pensamiento y de la tribu que nos educa. Yo, por mi parte, me quedo con los libros como cabecera y con la Espert como madre.

*Guillermo Busutil es Escritor y periodista

www.guillermobusutil.com