Hay gente que pasa de todo y otros que solo tienen ojos para la política doméstica, tan absorbente durante los últimos meses. Disiento de los primeros y comparto la preocupación de los segundos, pero no me quedo ahí porque confieso que soy un europeísta convencido y creo que es imperativo recuperar la ilusión por un proyecto que ha ido perdiendo fuerza a medida que su expansión territorial se hacía en detrimento del objetivo de esa «unión cada vez más estrecha entre los pueblos de Europa», como reza el artículo 1 del tratado de la Unión Europea.

Con 29 países miembros y 500 millones de habitantes, la UE ha desbordado todas las expectativas pero hemos crecido mucho y muy deprisa y algunas cosas no las hemos hecho bien. A veces las hemos comenzado por el tejado, como esa Unión Monetaria que reúne a 19 países y a 330 millones de europeos sin haber previsto que eso requiere una unión fiscal, una unión bancaria con mutualizacion de riesgos, un Banco Central con competencias como las de la Reserva Federal norteamericana, disciplina presupuestaria, etc. En la disyuntiva entre ampliar o profundizar, se ha impuesto la línea perseguida por aquellos a quienes les gustaría ver a la UE convertida en una amplia zona de libre cambio y confieso que no es eso lo que yo quiero.

Hoy Europa está llena de problemas internos y rodeada de ellos en sus fronteras exteriores. La crisis económica y financiera nos ha golpeado de lleno y países como Grecia, Irlanda y Portugal han tenido que ser intervenidos y rescatados, mientras que nuestro mismo sector bancario ha necesitado ayudas y tenemos el récord mundial de desempleo. La crisis económica ha devenido en crisis social, política e institucional, la convergencia se ha detenido, se ha abierto una fractura económica y de competitividad entre el norte y el sur del continente, y crecen en países nórdicos y centroeuropeos ideologías nacionalistas, xenófobas e insolidarias que levantan muros y barreras ante la llegada de refugiados y que suspenden de manera temporal la libertad de circulación que establece el acuerdo de Schengen, traicionando nuestros valores y proyectando una fea imagen de Europa en el mundo.

Y en el exterior también nos rodean los problemas. La política nacionalista de Putin, que añora el prestigio y la influencia internacional que un día tuvo la URSS y que se siente acosado y rodeado por los países de la OTAN, busca hacerse con una zona de influencia y por eso invade Crimea y desestabiliza el este de Ucrania. La URSS ha desaparecido sin provocar un cataclismo histórico pero Rusia no ha logrado incorporarse positivamente al escenario geopolítico resultante. La ribera sur del Mediterráneo arde después de que la «Primavera árabe» haya derribado a regímenes corruptos herederos de la descolonización y carentes de legitimidad de origen y de ejercicio. En Siria, en Iraq, en Libia y en Yemen hay guerras abiertas; en Egipto una dictadura ha sustituido a otra; Líbano y Jordania sufren bajo el peso de millones de refugiados; Túnez enfrenta una difícil situación tanto por inseguridad como por desempleo; el Estado Islámico controla 120 kilómetros de costa en torno a Sirte (Libia) y la misma Argelia tiene que gestionar la difícil sucesión de Bouteflika en un contexto de dificultades económicas provocadas por la caída del precio del crudo, que también obliga a recortes presupuestarios en otros países productores. Estos problemas nos llegan a nosotros en forma de terrorismo de raíz islamista (Al Qaeda, Estado Islámico), que periódicamente tiñe de sangre nuestras ciudades, y de oleadas de refugiados.

Hasta ahora Europa se había protegido bajo el paraguas del gendarme americano, al que habíamos confiado nuestra seguridad. Pero los Estados Unidos están hartos de ese papel, quieren centrar su atención en el Pacífico, que es hacia donde se traslada el centro económico del planeta, y que nosotros nos ocupemos de nuestro vecindario y nos hagamos responsables de nuestra seguridad y de nuestra defensa. Es lo que Obama llama strategic restraint y que resume en hacer coaliciones, compartir gastos y dejar que otros asuman protagonismo en sus zonas de influencia.

Si Europa no quiere desaparecer y desea mantener sus valores, su nivel de vida, sus conquistas sociales, su influencia en el mundo... necesita reinventarse con un proyecto ilusionante que corrija los errores cometidos y que despierte entusiasmo. A eso aspiraba el Informe de los cinco presidentes (Unión Europea, Comisión, Parlamento, Eurogrupo y Banco Central) de junio del año pasado, con la ambición de pasar gradualmente de un sistema de normas a otro de instituciones que asiente la unión económica y monetaria sobre bases sólidas y transparentes. Y ahora Hollande pretende crear un núcleo duro de los países del euro que quieran avanzar más que otros en el proyecto de construcción europea, aceptando cesión de derechos y recortes de soberanía. Entre sus propuestas, que se empiezan a conocer aunque no se harán publicas hasta después del referéndum británico para no influir en él, están la creación de un gobierno económico y de un presupuesto propio del club del euro, una defensa común y avanzar en la integración energética y en el ámbito digital.

España debe estar en este debate y en ese núcleo duro de países dispuestos a ir a una mayor integración política y económica. El tren que pasa es el de nuestro futuro y no solo no debemos perderlo sino que tenemos que intervenir en su configuración y en la determinación de su destino. Nos jugamos mucho en este envite. Haya o no haya gobierno.

*Jorge Dezcállar es embajador de España en EEUU