La semana pasada, Anna Gabriel, dirigente del partido anticapitalista CUP, hizo unas declaraciones en las que hacía referencia a un modelo compartido de crianza de hijos, a través del concepto de «tribu». Como España se ha convertido hace tiempo en un territorio donde primero se dispara y luego se pregunta, la diputada catalana fue sometida al tradicional ejercicio de escarnio público, desde todo tipo de posiciones ideológicas y políticas. Lamentable y vergonzoso.

Apenas un día después asistí en Córdoba a una lectura poética de La tribu de Frida, un proyecto cultural de mujeres en red que puso en marcha con ilusión y esmero Carmen G. de la Cueva tras haber sido despedida de su primer y único empleo estable. En este acto dichoso conocí a la poeta almeriense María Ramos, madre desde los 21 años, que ha sido capaz de sacar adelante su carrera académica, traducir a Silvia Plath y encarar su doctorado gracias a una tupida red de cómplices amistades femeninas, solidarias y afectivas, a la que María Ramos llamó «mi tribu». Fue fantástico.

La relación inversa que se está produciendo entre maternidad y desarrollo profesional debería invitar al conjunto de la sociedad española a reflexionar en serio. La tasa de fecundidad en nuestro país es de las más bajas de los países avanzados. Para varias generaciones de mujeres jóvenes, cualificadas y brillantes, la convivencia y la maternidad se han convertido en un dilema. Numerosos estudios han demostrado no sólo la persistencia de sobresalientes diferencias de género en el mercado laboral, sino también la escasa importancia que desde las políticas públicas se da a este angustioso problema.

Desde los tiempos del «cheque bebé» de Zapatero no se recuerda ni una sola medida destinada, con más o menos acierto, a esta cuestión. De tratar de corregir los nocivos efectos indirectos que puede tener la maternidad sobre el empleo de las mujeres, sobre su calidad y sobre su propia permanencia en el trabajo ya ni hablamos. Y un país que ha dado un salto de calidad admirable en la formación y cualificación de sus mujeres no puede pasar por alto que se enfrenta a una situación nueva, que requiere la toma de decisiones enfocada precisamente a evitar que si alguien quiere conciliar su vida profesional con su vida familiar no tenga por qué experimentar angustia o sufrir la discriminación social y laboral que todos conocemos.

Hace poco, Libertad González se preguntaba lo siguiente en el blog Nada es gratis: «¿Es la carrera profesional de la mujer buena o mala para su estabilidad matrimonial?». La pregunta me dejó atónito, y aunque sus resultados sean relevantes en términos académicos -demuestra que con más ingresos en la familia disminuye la probabilidad de divorcio- de nuevo llama la atención que no se ponga el foco en la ambición laboral masculina, por ejemplo. O, como dijo Maribel Verdú hace unos meses, «¿por qué nadie le pregunta a Luis Tosar por qué no quiere tener hijos?». La respuesta también la conocemos todos.

Las políticas públicas enfocaban la maternidad sobre todo como un problema de rentas, de manera que había que ayudar económicamente a las familias con ingresos más bajos. Luego llegaron las guarderías para ayudar a las madres trabajadoras. Los nuevos retos tienen que ver con la necesidad de impedir que tener descendencia suponga un obstáculo para el desarrollo profesional de las madres. Porque a los padres no les pasa nada, por cierto. Así que además de propiciar un cambio cultural enfocado a la paternidad responsable -por suerte cada vez más frecuente- y a luchar contra los asentados prejuicios empresariales, quizás haya llegado la hora, como defiende la investigadora alemana Anna Raute, de extender los incentivos financieros a la maternidad a las mujeres con más cualificación y rentas más altas. Una medida interesante que será expuesta a finales de este mes en el taller sobre economía de género que organiza FEDEA en Madrid. Allí estaremos.