Sueño poco a pesar de que duermo mal. No sé cómo concuerda esta falta de vida onírica con el dormir sincopado. Los científicos que se dedican a estudiar los sueños subrayan su repetición rítmica, noche tras noche. ¿Los olvido acaso porque carecen de valor o sencillamente prescindo de ellos, como quien poda una parte de su vida? No lo sé. De mi infancia sólo recuerdo una pesadilla y de mi adolescencia otra, lo que tal vez confirme que el miedo se adhiere a nuestra conciencia con más fuerza que la felicidad. La primera todavía me produce cierto escalofrío, ya que tiene que ver con la película Rebeca, de Alfred Hitchcock, uno de los mitos de mi niñez. En la pesadilla se confundían la malvada ama de llaves, Mrs. Danvers, y una maestra mía que, en la pesadilla, ejercía de institutriz en Egipto y que, por supuesto, quería matarme. Al contrario que en la película de Hitchcock, no he vuelto a soñar nunca con Manderley, pero el recelo hacia las amas de llaves inglesas me ha perseguido toda la vida.

En alguna ocasión me he preguntado si llevamos algún registro interior de los sueños, de modo que no pueda haber contradicción entre ellos. Es posible que sea así, aunque la intensidad de los sueños acaba confundiendo a la mente. Los neurocientíficos insisten en que recreamos nuestra biografía de un modo continuo, hasta el punto de que resulta difícil distinguir qué fue verdad y qué mentira. Así, por ejemplo, si pienso en mi adolescencia, identifico mejor el clima moral de la época que las ideas concretas que me movían. Y, sólo si releo algunas páginas de mi dietario, observo que subsiste un hilo de continuidad entre aquel joven que fui y quien soy ahora, un hilo que me sorprende porque lo había olvidado. Es probable que con la vida onírica suceda algo similar: los sueños permanecen ocultos en nuestra mente, latiendo como un eco que no se atreve a despertarnos; mintiendo en ocasiones, pero firmes e inamovibles como la vieja huella de una cicatriz.

El hecho es que ahora sueño poco; aunque, a pesar de lo que puedan decir los psicoanalistas -en los que, por otra parte, no creo-, apenas me importa. Me preocupan mucho más los sueños colectivos, las epidemias utópicas, las falsedades políticas. Se nos ha dicho que la calidad de nuestra vida depende de las profundidades del inconsciente, habitado por enormes cetáceos, cuando en realidad lo que cuenta son nuestros proyectos, las metas hacia las que nos dirigimos. En ocasiones, el inconsciente y los propósitos convergen y entonces entramos en un mundo peligroso y disparatado; un mundo donde se confunden los deseos con los derechos y lo posible con la ficción. El Reino Unido, por ejemplo, se ha embarcado en nombre de la democracia en un experimento tan peligroso como el de los referéndums -primero Escocia, ahora el Brexit- sin motivo y sin necesidad. Y, sobre todo, sin que parezcan importarle en exceso las consecuencias para los demás países de una eventual ruptura con la UE. En los Estados Unidos, el partido conservador ha caído en manos de un demagogo que vende el humo tóxico de las soluciones sencillas y falsas. En España, el terremoto político también trabaja con la idea de destruir la realidad constitucional, en lugar de en reformarla.

Algunos dirán que la falta de vida onírica equivale a la resignación. No lo creo. Más bien nos invita a atender las pequeñas cosas, que son las que cuentan: el cuidado de las escuelas y de las bibliotecas, la limpieza y el civismo en las calles, el estado de los bosques y de los parques, el pago de las pensiones y de las deudas, el ahorro necesario para el futuro, la sanidad pública… Todo esto resulta, en efecto, aburrido y soso, poco simbólico, poco emocionante. Pero los símbolos constituyen metáforas del deseo y uno prefiere la realidad que no se oculta entre las teselas del sueño, sino que escribe con letra clara las cuentas del día a día, nuestros propósitos inmediatos y lejanos, en lugar de vivir en otro lado, tras la cortina de las utopías.