Para ser sincera, sería más justo decir que casi todo tiene arreglo. Me gusta aclarar mis enredos. Cuando he escrito que casi todo tiene arreglo ha sido porque, hace unos minutos, al tratar de cubrir mi cama con una preciosa colcha de crochet que se entretuvo en hacer mi difunta madre, le he dado tal impulso que ha arrastrado al suelo todo lo que estaba sobre mi coqueta. A la colcha no le ha ocurrido nada, al resto de adornos, que reposaban sobre el mueble, todo. «Los errores, si se asumen, son menos errores», decía un famoso escritor de cuyo nombre no puedo acordarme. Y no es por presumir de desmemoria, como me han imputado algunos conocidos, es que es algo que asumí cuando estudiaba mis primeros años de bachiller en aquellas lejanas tierras de África Occidental Española. Es doloroso que una personilla tenga que ser consciente, tan pequeña, de que algo falla en su cocorota, pero, afortunadamente, tuve a mi lado unos profesores dispuestos a prestarme ayuda para que me resultara más fácil memorizar cada párrafo.

Un día, nos presentaron a un nuevo profesor, y ¡cómo no!, salió a relucir mi dificultad para retener parrafadas. Me miró de arriba a abajo y me dijo: «Te enseñaré un método infalible para que los cabezas de chorlitos, como tú y yo, podamos vivir sin complejos». Jamás volví a tener problemas de memoria, por lo menos hasta que salí de la Universidad. Luego, la edad, como le ocurre a todos los seres pensantes, me hizo saber que nada es para siempre, y me sentí orgullosa de todos y todas las que me habían ayudado a terminar mis estudios. Y, casualidades de la vida, el Señor puso en mi camino a un buen hombre, guapetón, formal y… memorión. ¿Qué más podía pedir a la vida? Nada, porque hasta en eso mis hijos han salido al padre. ¡Milagro!