A mi ciudad se le mueren las librerías. El caso valdría para escribir un cuento triste, un cuento de esos que, como todo buen cuento, contuviese una moraleja, una enseñanza, una lección. Un cuento que comenzara: «Érase una vez una ciudad a la que se le morían las librerías. Cada mañana, cuando los ciudadanos acudían a sus quehaceres, se entristecían al encontrar un cierre echado ya para siempre, con un lacónico y desesperanzador cartel que decía, escuetamente: cerrado por defunción».

Sin embargo, todo esto es más ficción que realidad. Se nos están muriendo las librerías, hay una epidemia terrible que asola las calles de la ciudad, pero a nadie parece importarle demasiado. Solo si esto sigue así, y cuando ya no quede ninguna, elevaremos un lamento colectivo e hipócrita, un lamento de esos que elevamos cada vez que parece socialmente correcto y oportuno, uno de esos lamentos de cumplido, que dan buena imagen y no cuestan nada.

Cuando aún están calientes los restos mortales de «Libritos», llega la amenaza de muerte de la librería Luces, perjudicada por la caída de las ventas que sufre el sector, pero sobre todo por las obras del metro, que la ahoga. Es imposible mantener una librería abierta si se dificulta el acceso a la tienda, se le corta el flujo de peatones y, a los pocos héroes que consiguen llegar, el ruido y el polvo les hace desistir en poco tiempo.

Una librería no es una tienda más, no es solo un local donde despachan un determinado producto. Las librerías son un síntoma de civilización y de cultura mucho más de lo que pueda serlo un museo. Un museo, al fin y al cabo (hemos visto y veremos algunos ejemplos), puede ser un impulso megalómano, un sin sentido (gemas, automóvil), pero una librería no aguanta abierta si no hay un tejido social culto y educado que la sostenga, que vaya y mire y pregunte y compre.

Por esta ciudad de arena, que siempre se hace y se deshace según venga la marea, han pasado tres milenios y casi nada recuerda. Ha visto nacer y morir varias civilizaciones, las ha asumido y olvidado, siempre con su carácter de rebalaje, y ahora, cuando parecía decidida a disfrazarse de su propio eslogan y entregarse a la cultura de una vez y para siempre, una epidemia mortal amenaza a sus librerías y todo queda en entredicho.

Es una pena. Borges se imaginaba el paraíso como una interminable biblioteca, pero a mí me gusta imaginármelo como una ciudad llena de librerías abiertas y gentiles. Los libreros siempre han sido más amables, mejores cómplices que los bibliotecarios, y son más proclives a la sonrisa, al consejo, a la amistad,

a la luz.