Los sacerdotes han examinado las entrañas de las víctimas y mantienen que el 26-J será una oportunidad marcada por la fatiga electoral. El miedo estará presente -temen-, el sufragio se convertirá en algo más racional y, sin embargo, todo ello junto no nos librará, al parecer, de un resultado no muy distinto al que trajo la actual inestabilidad política el pasado diciembre. No hace falta convocar a los arúspices para adivinar en qué tipo de diálogo para besugos se van a desenvolver a partir de ese momento los candidatos de los partidos. La abstención favorece al Partido Popular, dicen. El miedo, también. El miedo he oído que pertenece a los que tienen algo que perder como si fuera patrimonio exclusivo de sólo unos cuantos. Sin embargo siempre existen cosas esenciales que se van al garete y, en ocasiones, más de las que algunos sospechan aunque no resulten del todo tangibles. No sólo se trata de los ahorros, hay en juego también un modelo de sociedad imperfecto que puede llegar a ser todavía bastante peor si alcanzamos a imaginarnos, por ejemplo, a los griegos. No a los clásicos, sino a los actuales. Ni siquiera el ejemplo venezolano queda demasiado lejos para vislumbrar cualquier riesgo de involución social y económica; lo digo por los que se empeñan en creer que ciertos estados fallidos no podrían reproducirse en Europa. Sí pueden. En cierto modo, España lo es desde el momento en que su crisis territorial se ha convertido en una especie de ansiedad destructiva del propio proyecto nacional. La deuda pública ha crecido disparatadamente y puede seguir haciéndolo. El paro, convertirse definitivamente en una cruel y dramática resignación, y las pensiones en algo que se ha llevado el viento. Como mismamente puede suceder con el propio país.