No les sorprendo si les digo que el domingo se jugó la final de la Copa de S.M el Rey, y tampoco revelo nada si afirmo que la previa, con sus discusiones legislativas sobre derechos fundamentales, fue mucho más divertida que el partido de fútbol en sí. Pero nadie ha reparado en la auténtica perdedora del encuentro, que no fue la afición del Sevilla, ni la libertad de expresión, ni las banderas estrelladas, ni las delicadas orejas del monarca.

Ser abogado penalista es lo que tiene, que, por deformación profesional, suelo buscar en lo inesperado. Para mirar en lo obvio ya están la policía, los fiscales y los tertulianos amaestrados. Así descubre uno que Renfe puso en marcha un dispositivo especial de trenes chárter entre Santa Justa y Atocha con motivo del evento deportivo, un despliegue de locomotoras AVE con hora de salida de vuelta a la capital hispalense entre las 00.45 y las 01.15 horas de la madrugada, es decir, lo justo para salir corriendo del Vicente Calderón sin tiempo para tomarse una triste cerveza, también conocida como servesilla en los aledaños del Guadalquivir. Así que piensen por un momento en la camarera del vagón cafetería de ese AVE de regreso. Sí, esa muchacha perfectamente uniformada, esa chica de delicados ademanes, de amplia sonrisa y cobrar pausado. Sí, ella, esa camarera y nadie más, es la auténtica perdedora del partido.

Según la página oficial de Renfe, en un AVE Serie 103 caben unos cuatrocientos pasajeros, o lo que es lo mismo, casi quinientos sevillanos enardecidos camino de casa, con las gargantas sequitas sequitas de haber acallado los pitos al himno, con los cuerpos entumecidos por el frío madrileño, con el alma dolida por no haber rematado a un Barça herido de muerte. Cuatrocientos sevillistas, qué arte mi arma, que no quieren auriculares, ni ver la película de cine intelectual búlgaro, ni leer la revista corporativa que descansa en la redecilla del espaldar; sólo piensan en esa cerveza helada que han invocado hasta la saciedad durante 120 minutos, una cerveza helada que está en un frigorífico tras un mostrador bajo los dominios de nuestra protagonista.

La pobre no se lo espera. Ella está feliz comprobando que todo se encuentra en su sitio. ¿Hielo? Sí, ¿Datáfono? Sí, ¿Zumo de piña? Sí. La ilusa piensa que es muy importante que no falte zumo mientras se ajusta el corbatín reglamentario.

De repente, en la lejanía del andén, se oye un zumbido, un runrún que va ganando fuerza. Ella presta atención y cree poder distinguir un cántico. Así empieza todo. Con una canción entonada al son de unas palmas dobladas, «y es por eso que hoy vengo a verte, sevillista seré hasta la muerte, la Giralda presume orgullosa de ver al Sevilla en el Sánchez-Pizjuán… Y Sevilla, Sevilla, Sevilla, aquí estamos contigo Sevillaaaaa…. Oooooh, oooooh….», la camarera siente retumbar los cristales, incluso parece que el tren se tambalea cando la horda de andaluces avanza por los pasillos ganando terreno y se acerca gritando como si la cerveza fuera gratis. Llegan diez, veinte, trescientos, todos acodados en la barra, alargando los brazos, con las caras encendidas como si pidieran agua en el desierto. La cola ya llega al vagón pijo, ese donde regalan los frutos secos y hablan muy bajito y muy fisno. El tren aún no ha arrancado y la camarera ya no puede más, le duelen las muñecas de abrir botellines, se le resiente el túnel carpiano. A quién se le ocurre, eso es como llenar un crucero de extremeños, más pronto que tarde, en la inmensidad del océano faltará el vino y el jamón.

Nuestra camarera piensa en tirarse a las vías. Un cachondo se abre paso y pide un tinto de verano, pero con blanca ¿eh?, que el limón me da ardores. La chica cree desfallecer. Se pone de puntillas buscando ayuda en el infinito, pero sólo ve una marabunta rojiblanca que, cómo era eso humanamente posible, sigue cantando y pidiendo cerveza helada sin parar. Al final se para, entra en modo pánico, se acurruca en una esquina y llora hecha un ovillo. De repente, por un segundo, se hace el silencio hasta que un trianero de voz aguardentosa dice: callarse cooooones, que vais a agobiar a la muchacha.

Cuenta la leyenda que a la altura de Córdoba pasaban un tren tras otro cargados de sevillanos y siempre se escuchaba lo mismo, más cerveza helada, y menos esteladas.

La camarera se dio de baja esa misma noche. Ahora vaga sola por las estaciones, alejada del mundanal ruido. Conserva su uniforme ya raído, no viste otra cosa. Si alguien se acerca a ofrecerle ayuda, ella levanta la mirada perdida, errante, y sólo acierta a decir: Escolta nen, ¿Ya hem arribat a Sant Feliu de Llobregat?