Cuentan que, cuando Anaxágoras recibió la noticia de que su hijo había muerto, el filósofo griego no se asombró ni mostró pena porque sabía que había engendrado a un mortal. Los mortales engendramos mortales, es cierto, pero saber que todos moriremos no evita la pena tras la muerte de un ser querido, ni tampoco el asombro ante la tozudez de lo inevitable. La fortaleza de Anaxágoras ante la noticia de la muerte de su hijo, entonces, no es más que lo que hoy llamaríamos «postureo» filosófico. La semana pasada murió Madeleine LeBeau, la última actriz viva del reparto de la película Casablanca. Sólo un Anaxágoras cinéfilo se limitaría a decir que sabíamos que Madeleine era mortal, y que era cuestión de tiempo que la actriz abandonara este valle de lágrimas para reunirse con Bogart, Bergman y los demás miembros del reparto de Casablanca en los Campos Elíseos del cine. Por favor. ¿Quién no recuerda el primer plano en el que Madeleine LeBeau grita, tras cantar La Marsellesa en el café de Rick, «¡Vive la France!»? Si Woody Allen dice en Misterioso asesinato en Manhattan que cuando escucha a Wagner le entran ganas de invadir Polonia, los espectadores de Casablanca no podemos escuchar La Marsellesa y el patriótico grito de Yvonne, el personaje interpretado por Madeleine, sin que nos entren ganas de liberar a Francia de los invasores nazis. Todo es perfecto en Casablanca porque el funcionamiento de la creación artística no es diferente del funcionamiento de una máquina de vapor, así que el rendimiento de una película y el de una máquina de vapor se pueden definir de la misma manera: el cociente entre el trabajo que produce y el calor que absorbe. Si todo el calor se transformara en trabajo, sin que parte de él fuera desechado, el rendimiento sería máximo. Casablanca es la máquina de vapor perfecta, termodinámicamente ideal, porque proporciona el rendimiento máximo de forma que no es posible incrementar el rendimiento de una máquina térmico-cinéfila más allá del límite marcado por la película en la que Ilsa pide a Sam que toque El tiempo pasará y Rick consuela a Ilsa en el aeropuerto diciendo «siempre nos quedará París». ¿Quién no plantaría cara al mayor Strasser en el café de Rick después de que Yvonne grite entre lágrimas «¡Vive la France!»? El mismo Anaxágoras cantaría La Marsellesa, y entendería que hay películas que fueron engendradas para ser inmortales.