Nadie del Barça llamó al respeto institucional, aunque sí se dieron prisa en denunciar en el juzgado la desafortunada prohibición de la señora Dancausa, delegada del gobierno en Madrid, con las esteladas en la previa de la final de la Copa del Rey de fútbol. Así como también, en una tan hipócrita como cobarde interpretación partidista de la libertad de expresión, desalojaron del Nou Camp a un aficionado madridista que osó, legítimamente, ir al estadio con una camiseta merengue. Si en Barcelona exigen, y con razón, que se defienda la libertad, con la misma fuerza deberían haber defendido en su propia casa al aficionado que pagaría su entrada. Pero claro, lo facilón es ir a favor de la corriente propia aun a costa de la dignidad. Esa atributo de bien que los cobardes olvidan cuando van en manada o defienden sus desvergüenzas.

Estoy en contra de cualquier prohibición de las libertades públicas e individuales, por eso creo que fue un error clamoroso la prohibición gubernamental de las esteladas, pero con la misma claridad argumento que es inadmisible la impune falta de respeto a las instituciones nacionales por parte de nadie. Ahora bien, otra cosa es la flagrante irresponsabilidad de unos: los que nos insultan a casi todos con su actitud provocativa; y de otros, más grave aún: los que teniendo el poder legítimo no lo ejercen para evitar tales situaciones. El asunto no debe ir de prohibiciones coyunturales, sino de reglamentaciones estructurales. Si se tipificara en la normativa de la RFEF que cualquier acto en contra de la soberanía nacional tendría determinadas consecuencias, bastaría con aplicar lo establecido sin que a nadie le temblara la mano y sin contemplaciones.

El año pasado escribimos aquí, con motivo de lo mismo, que debería sancionarse con firmeza al club que consintiera actos por el estilo. Si al Barça y al Athletic de Bilbao se les hubiera impuesto varios años sin jugar la Copa del Rey, en la que se participa libremente; porque desprecian al Jefe del Estado y a España como nación, por lo que desprecian a treinta y tantos millones de españoles, nos ahorraríamos espectáculos como el que vivimos entonces y como se habrá vivido este domingo en el Calderón. Quizá les parezca exagerado a algunos, pero hay cosas con las que no se debe consentir que juegue nadie, sea quien sea, de donde sea y se llame como se llame.

Pero claro, el estilo pastelero de la federación de fútbol, que ya se vio cuando el mismo Barça se negó a jugar una final de esta misma competición hace tiempo y no pasó nada, igual que cuando lanzaron objetos de todo tipo - botellas y hasta cabezas de cochinillo- y tampoco ocurrió nada, acarrea estos desmanes. ¿Qué hubiera sucedido con cualquier otro equipo o estadio de menor importancia? Ustedes mismos. Y es indignante por injusto, desigual y caciquil.

Los lectores de esta columna saben que no somos partidistas, y que no hemos regateado elogios al Barça año tras año en base a su magnífica trayectoria, y a sus profesionales; igual que a la propia Federación por sus éxitos internacionales, incluso uniendo ambas entidades en un estilo de juego diferenciador y grandioso, pero hay situaciones bochornosas ante los que es inevitable rebelarse por su indignidad.

La politización del Barça es un ejemplo paradigmático de lo que nunca debió ser, consentida y propiciada por sus dirigentes, cuando no alentada; y la política de compadreo y clientelismo que Ángel María Villar lleva decenios imponiendo en la Federación es tan lamentable como vergonzante. A muchos se les llena la boca de libertad e igualdad, pero el problema está en lo mucho que mienten, en los estropicios que generan, en lo que se aprovechan para sus egoísmos.

Quienes amamos la libertad propia, debemos defender con idéntica fuerza, ¡y sin complejos!, el respeto a la ajena y la inflexibilidad con quienes la violan.