Luce el sol. Los niños ya están sentados en sus respectivos asientos de clase y los padres -casi todos- en sus trabajos. Los abuelos vuelven a repasar las esquelas mortuorias en sus periódicos preferidos, por si tuvieran que cumplir con los familiares de algún difunto. La jubilación trae esas cosas: llevamos años esperando que llegue y cuando tenemos la baja permanente nos da la morriña y ni un suspiro más. No somos nadie. No señor.

Bueno, que se me va la cabeza y tengo que hacer un montón de cosas, entre ellas guisar callos a la madrileña, siguiendo la receta de abuela María que los guisaba despacio, con mucho tiento, aunque no me hacieran demasiada gracia. Al resto de mi familia les encanta. Una vez ganas tú y otra ellos, y así se llega, con facilidad, a las bodas de oro. Y, pensándolo bien, guisarlos una vez cada cuatro o cinco meses no me puede dañar demasiado, aunque también puedo yo comer unos filetes de solomillo a la plancha, mucho más ligeros. Cuando me los estoy comiendo olvido la factura. «A grandes males, mejores remedios», que decía mi seño cuando mal bordaba algo. ¿Quién me iba a decir que la recordaría tanto, con lo que me hizo bordar? Poco antes de fallecer vino a casa a comer y no dejaba de alabarme. No le dije que me hubiera encantado que esas palabras me las hubiera dicho cuando tenía nueve años. Pero, amigos, lo bien hecho, bien debe parecer, aunque haya transcurrido más de medio siglo. No todos los profesores pueden presumir lo que mi seño. A todo el mundo le hablaba de lo buena que yo era. Lástima, me habría encantado destacar por algo más que por bondad. Bueno, me encantaría que dentro de 50 años alguien me recordara como yo a ella. Aunque me hiciera pasar tantos malos ratos por mi poca afición a los bordados. Va por ella.