La edad de oro de Alan Rusbridger (Rodesia del Norte, actual Zambia, 1953), el hombre prodigio de The Guardian, parece haber llegado a su fin. Hace un año abandonó la legendaria cabecera que dirigía y ahora le han comunicado que no presidirá el Scott Trust Limited, la fundación que sostiene al periódico, tras cosechar casi 75 millones de euros de pérdidas en el último año. Tras su briosa apuesta por el periodismo digital, la más arriesgada de todas las que se conocen, el equipo directivo que le sucede ha anunciado el despido de 250 trabajadores, algo más del diez por ciento de la plantilla del diario británico.

La historia no es nueva, de hecho empieza a hacerse vieja. Debido a los cambios tecnológicos y una recesión prolongada, los periódicos se enfrentan a la caída de ventas, disminución de los ingresos por publicidad y un futuro incierto. En este contexto, la posición del Guardian es especialmente comprometida. Ocupa el noveno puesto del Reino Unido en circulación impresa, muy por debajo de otros grandes rotativos de calidad como son el Times y el Telegraph, pero al mismo tiempo su web es la quinta más seguida entre las de los diarios de todo el mundo. Aunque resulta imposible auditarlo como es debido, al Guardian lo leen 5,3 millones de personas a la semana, sumando las ediciones papel y online. No son malos datos. Pero hay otra cara de la moneda muy preocupante: la gran mayoría de esos lectores no pagan y la publicidad, como ocurre en otros casos, se la lleva Facebook.

El Guardian es, además, un caso particular dentro de las tradicionales cabeceras de prensa. Su objetivo no es el lucro, sino sostenerse. No tiene un propietario rico dispuesto a invertir en espera de que los tiempos mejoren. Tampoco cuenta con accionistas convencionales preparados para inyectar capital confiando en un crecimiento futuro. De todos los periódicos del Reino Unido es el único de ellos propiedad de un fideicomiso creado en 1936, en parte para evitar los derechos de sucesión del dueño, C.P. Scott, cuya idea hasta su muerte fue mantener con vida el espíritu del periódico que vio por primera vez la luz en Manchester en 1821, y garantizar una situación financiera sólida y a perpetuidad. El Guardian rara vez ha sido rentable pero en los últimos siete años, y debido a una serie de decisiones controvertidas, ha visto peligrar en más de una ocasión su existencia. Debido precisamente a que la misión primordial no ha sido obtener beneficios sino salvaguardar «el alma», los directores del rotativo inglés han gozado frente a los de otros diarios de gran poder y libertad de acción.

Rusbridger ha sido un hombre de moda durante dos décadas. En los noventa se propuso a hacer la mejor web de periodismo del planeta. Destapó el escándalo de las escuchas ilegales de los tabloides de Murdoch y, en 2013, publicó en primicia las revelaciones de Edward Snowden sobre el espionaje de la Agencia de seguridad Nacional de Estados Unidos. Por ello obtuvo el Pulitzer. Pero los éxitos periodísticos no fueron acompañados por los ingresos. En cambio, se las ingenió para actuar como un auténtico gran sacerdote de los medios. Aunque insistió en que no estaba cerrado a cobrar por el acceso a las noticias, los lectores del Guardian siguieron sin pagar por leerlas. La circulación de la edición en papel cayó en diez años la mitad, y él mismo llegó a calificar al Guardian como una empresa digital que también publica un periódico. Su entusiasmo misionero en el periodismo de web -algunos compañeros lo compararon con el líder de una secta religiosa- haría que cualquier decisión de poner un muro de pago resultase igual de sensacional para él que para el Papa renunciar al nacimiento virginal.

Es una de tantas cosas que se leen sobre Rusbridger. Estos días se habla mucho de él pero nadie se atreve a decir abiertamente que quizás hubiera sido más prudente mantener la fe en la impresión al tiempo que navegaba en el mundo digital. ¿Quién sabe? ¿Quién tiene la solución? La mayoría de los analistas sospechan que la impresión se irá reduciendo, mientras que los ingresos de la publicidad del papel parecen irrecuperables en las pantallas y los teléfonos móviles. Nadie tiene claro cómo compensarlos. Basar el negocio, e incluso la supervivencia como es el caso del Guardian, en las grandes audiencias globales que no pagan por el acceso a la información tampoco es, a la vista de los malos resultados, una estrategia fiable.

Los números no han sonreído a Rusbridger, incluso en un esquema sin ánimo de lucro. Él mismo escribió en New Statesman que la cabecera ha perdido lo que no podía permitirse perder. Hay quienes atribuyen la debacle financiera del Guardian al incremento injustificado de la plantilla en su cruzada global sin beneficios, o al hecho de invertir en lujosas instalaciones en vez de conformarse con unas oficinas más baratas. En fin.

El periodista que logró que el Guardian fuese considerado el mejor diario digital del mundo ha sufrido además una afrenta supuestamente involuntaria en su despedida. En un blog del Spectator se cuenta cómo en el correo corporativo donde se explicaba la decisión de prescindir de él en el consejo fundador figuró por error, corregido posteriormente, Rushbridger en vez de Rusbridger. Rush en inglés significa prisa, apresurarse?