Me ha llegado desde Ajaccio, la capital de la Córcega del Sur, el correo que me envían unos buenos amigos. Se quejan de las colonias de loros asilvestrados que invaden todos los días con sus ásperas estridencias la paz de su jardín corso, ya en las colinas que rodean la ciudad. La verdad es que la noticia me ha parecido curiosa, aunque lamento este contratiempo diario para unas admirables personas que hacen del culto al silencio una forma de practicar la sabiduría.

En una de estas mañanas perfectas de Marbella tres loros verdes alborotaban estridentes el moral cargado de fruta de mi calle marbellí. Se camuflaban perfectamente entre las hojas. Llegados desde tierras lejanas, podrían ser cotorras de Kramer o quizás cotorras monje, perfectamente aclimatadas ya en muchos espacios urbanos del sur de Europa. Me quedaba la duda de que su presencia pudiera ser intimidatoria para otras aves que se posan en esta época del año en ese árbol nutricio. Sobre todo para otros comensales, éstos autóctonos y más discretos, como los mirlos, los jilgueros o los modestos gorriones. ¿Se parecerían aquellos loros al de Flaubert, el de «Flaubert´s Parrot», la novela de Julian Barnes? Creo que no.

Me comentan buenos amigos de mi ejemplar Churriana la presencia en su pueblo de loros y otras aves exóticas. Emigradas la mayoría de éstas desde El Retiro, la residencia y el jardín que fueran fundados por fray Alonso de Santo Tomás, obispo de Málaga, en la segunda mitad del siglo XVII. Fue un lugar de retiro espiritual para los dominicos y muchos años después pundonorosa y algo menos silenciosa reserva ornitológica. Muy cerca de allí se levantaba, en la carretera de Málaga, La Cónsula. La residencia de la portentosa esposa del cónsul del Reino de Prusia, escuela mágica, la antigua Hacienda de San Rafael. Aquel lugar casi milagroso, predestinado a ser desde entonces y a pesar de los pesares, uno de los protagonistas de la historia de Málaga.

Pero regresemos a nuestros loros. «Revenons à nos perroquets», como le recuerda una casi cervantina Sylvia Winstanley a Julian Barnes en la maravillosa historia de su Knowing French. Regresemos a esos inquietantes heraldos, los loros llegados desde remotas junglas. Eso sí. Aunque ruidosos y con pésimos modales, en realidad no son tan siniestros como otros intrusos. Como esos certeros y minúsculos visitantes que esperan su eclosión en alguna charca cercana, tan anónima como malévola.