Marilyn Monroe, que uno de estos días hubiera cumplido 90 años, es un invento del imaginario colectivo del siglo XX. La prueba de que no existió son sus películas, que subrayan su imagen antes de difuminarla (unas cataratas, una falda alzada por una corriente de aire, una manada de potros salvajes: cualquier pretexto vale para que el icono erótico haga desaparecer a la persona e incluso a la actriz); sus innumerables biografías, que nos ofrecen el esqueleto de lo que fue, apenas un puzzle de huesos y nervios, separado de su soplo vital mientras pretenden que hacen lo contrario; sus libros de fotos, que o la retratan en las dos dimensiones de los almanaques de talleres de coches (como empezó así, así la siguen buscando, incapaces de mirar con ojos propios, muchas cámaras) o la multiplican hasta las infinitas dimensiones que poseen las diosas, es decir, las divas, es decir, esos solitarios e inalcanzables seres olímpicos a los que uno puede remitir oraciones y ruegos pero no abrazar, besar, invitar a un café, llevarse de viaje o instalar en su casa, doble traición de la que no se libran ni el mediocre André de Dienes ni el gran Richard Avedon; sus maridos y amantes, desde el jugador de béisbol hasta el dramaturgo, desde el gigoló hasta el actor de éxito, desde el presidente del país hasta el compañero de fábrica, que dan la sensación de haberla usado para llamar la atención del mundo antes que para iluminar el fondo del fondo de su alma, que es lo que debe hacer el amor; e incluso sus sucesivos psiquiatras y profesores, que no acertaron a desactivar la huérfana que nunca dejó de ser, el vacío de un origen caminando sonámbulo hacia el vacío de un final.

Marilyn Monroe, y ésa fue su tragedia, que es quizás la tragedia de los que se dejan atrapar por el cazamariposas del éxito, no existió más que a medias: la suya fue la existencia dudosa del alba y del atardecer, de los seres mitológicos y de las criaturas de ficción, de los bebés en el vientre de su madre y de las galaxias antes de explotar en la caverna del universo, de los que fallecen demasiado jóvenes o centenarios. La existencia dudosa también de la poesía, que es una actividad que no hace, una idea que no piensa, un cuerpo de fantasma cuya misión última es probar el grado de penetrabilidad o impenetrabilidad de las cosas del mundo. Esa cualidad anticartesiana que comparten Marilyn y la poesía, que dudan luego no existen, vuelve coherente de pronto dos hechos: la fascinación de los poetas por la actriz, a la que han dedicado cientos de textos emocionantes (quién no recuerda los de Ernesto Cardenal o Bob Dylan), y la de actriz por los poetas (Yeats, Sandburg, Dinesen, Pushkin, Rilke, Whitman, Sitwel, Hopkins, Dylan Thomas) y la poesía, a la que se entregó como lectora autodidacta con pasión toda su vida y con la que se atrevió como escritora esporádica en un puñado de ocasiones. Pero a Marilyn, creo, no hay que medirla, con la historia del cine o de la poesía o del erotismo sino con la historia de la adolescencia, otro territorio de dudosa existencia, y con la historia del naufragio. Marilyn Monroe fue una niña que pierde el flotador y grita pidiendo ayuda, no una profesional de algo dialogando con una tradición y sus cimas. La existencia dudosa de una mujer que ahora tendría 90 espléndidos años si antes no hubiera sido devorada y asfixiada por su crónica vocación de inexistencia.