El ambiente político que se respira en Estados Unidos, según todas las crónicas que de allí nos llegan, sólo puede definirse como un ambiente contra Washington y el establishment tanto demócrata como republicano.

Solo así se explica no sólo el avance imparable de Donald Trump en la carrera republicana a la Casa Blanca sino también el hecho de que el socialista Bernie Sanders le esté pisando los talones a la demócrata Hillary Clinton.

Todo ello, que parecía impensable al iniciarse la carrera electoralista a la presidencia de aquel país, tiene al mismo tiempo más que ver de lo que pudiera parecer a primera vista con el avance del populismo y el nacionalismo en la vieja Europa.

Para cualquiera que haya vivido en Estados Unidos, donde la palabra «socialista», e incluso la de «liberal», parecen despedir un tufillo a azufre, el fenómeno Sanders, por quien nadie parecía dar un centavo al comienzo de la campaña, es realmente digno de estudio.

El candidato que se califica de socialista en el corazón del capitalismo más descarnado está obligando a Hillary Clinton, la candidata de Wall Street y del «establishment», a girar desde el centro en el que le gusta situarse hacia la izquierda.

Hay quien dice incluso que, en su desesperación, la candidata podría verse tentada a ofrecer la vicepresidencia a su rival, algo que habría parecido totalmente absurdo hace sólo unos meses.

Preguntado hace unos días por la emisora estadounidense ABC si creía que Clinton pudiera estar pensando en él para ese puesto, Sanders respondió tras una significativa pausa: «Es todavía prematuro hablar de eso».

Todo eso en cuanto al campo demócrata porque en el republicano, el fenómeno Trump es tanto o más significativo por cuanto refleja no ya el profundo malestar sino la clara indignación de buena parte del electorado con el establishment republicano.

Es el equivalente estadounidense del «no nos representan» que hemos oído tantas veces a este lado del Atlántico aunque en el caso de Trump, dada la idiosincrasia del personaje, un ególatra sin remedio, el fenómeno populista que representa nos parezca mucho más inquietante.

Y lo es incluso para analistas estadunidenses tan conservadores como Robert Kagan, uno de los ideólogos de los llamados «neocons», el hombre que en un famoso ensayo estableció la diferencia entre los kantianos europeos y los hobbesianos estadounidenses al explicar que los primeros son de Venus (el dios del amor) y los segundos, de Marte (el dios de la guerra).

En un reciente artículo, Kagan afirma que el fenómeno Trump «no tiene nada que ver con la política ni con la ideología», ni tampoco con los republicanos, que le vieron nacer a la política, pero «a quienes hace tiempo que dejó atrás» como lo demuestra asimismo el hecho de que «el ejército creciente de sus partidarios ya no se interesa por ese partido».

Trump, escribe Kagan, «no tiene ninguna receta contra la crisis, cada día cambia de propuestas, y lo único que ofrece es una actitud, un aura de fuerza burda y de machismo, un desprecio fanfarrón hacia las finezas de la cultura democrática, que, como afirman él y sus partidarios, sólo han generado flojera e incompetencia».

Sus actos consisten en ataques sistemáticos a un amplio espectro de cuantos considera «diferentes», ya se trate de «musulmanes, hispanos, mujeres, chinos, mexicanos, europeos, árabes, inmigrantes, refugiados, a los que presenta como un peligro, de los que se mofa» y a quienes amenaza con «expulsar, hacerles pagar lo que deben o silenciarlos».

«Trump, afirma el ideólogo conservador, es un ególatra en el sentido más exacto de la palabra, pero el fenómeno que ha creado y que ahora lidera hace ya tiempo que es mucho mayor que su sola persona y por ello mucho más peligroso».

Kagan habla incluso a calificar de «fascista» ese fenómeno: «Así llega el fascismo a América. No con botas ni con saludo militar (€), sino en la persona de un famoso de la TV y mendaz multimillonario, un ególatra de libro, que abusa del resentimiento y la inseguridad de la gente y por medio de un partido que se ha adherido a él en todo el país, bien sea por ambición, bien por lealtad o simplemente por miedo».

Es cierto que ni el fenómeno Trump ni sus equivalentes europeos se ajustan a la definición clásica de fascismo, pero no por ello debemos bajar la guardia en ningún momento.