Esta semana la Universidad de Málaga ha nombrado doctor honoris causa a Antonio Soler. Uno, que por vivir lejos no ha podido asistir al acto, le ve en las fotos digitales con birrete de avestruz, toga de aspirante a tuno y ligeramente inclinado como un practicante sobre el brazo de un paciente, y se emociona porque sabe que nadie hará mejor uso de esa distinción que el novelista malagueño. Antonio Soler ya era un doctor que curaba (esas memorables historias y metáforas terapéuticas que nos iba recetando desde el escaparate de las librerías), pero ahora, además, y como James Bond la tenía para matar, tiene licencia para hacerlo, licencia para vivir o revivir o sobrevivir. Un doctor, el doctor Soler, que por fin tiene el aval de la academia para seguir sanando a este enfermo crónico que es el mundo. Hubiera seguido haciéndolo, como antes del reconocimiento institucional, porque los buenos escritores no saben hacer otra cosa (ni sirven para otra cosa que para ponerle cristalmina, tiritas y vendas de compresión a la existencia), pero con este título enmarcado en su consulta seguro que con algo más de energía y autoconfianza.

El doctor Soler, cuyas palabras uno lleva consumiendo desde hace décadas a puñados como los ibuprofenos los días de migraña, ha sido antes, cuando era Antonio Soler a secas, espiritista melancólico, bailarina muerta, héroe de frontera, sueño de caimán, inglés en un camino, extranjero en la noche o, más recientemente, apóstol y asesino. Todas esas cosas con elegancia, maestría, hondura, empatía, gracia, magia, trabajo, hallazgos expresivos, tesón, buen humor y poesía. Todas esas cosas y todas esas personas no como un dios relojero que las esclavizara a un mecanismo (el texto, la narración o el artefacto literario, que aun así le salen perfectos) sino como un dios ateo que, descreyendo de sí mismo pero creyendo inmensamente en sus criaturas (el espiritista, la bailarina, el héroe, el caimán, el inglés, el extranjero, el apóstol o el asesino), les diera la responsabilidad de organizarse a su manera, de jugar a su aire, de inventarse modalidades nuevas de felicidad.

Uno, como decía antes, vive ahora lejos, desterrado, de la ciudad del paraíso, pero durante varios años fue vecino de Antonio Soler. Desde su cuarto piso se pasaba horas acechando el adosado con patio en el que él residía para aprenderse de memoria los rituales de un sabio. A qué hora había luz en su despacho. Si regaba o no las macetas. Cuándo salía a tirar la basura. Si organizaba cenas o fiestas. Cómo combinaba las chaquetas con las camisas y zapatos. De vez en cuando dejaba en el buzón de uno alguna de sus obras recién salidas del horno y sonreía hacia arriba sin verle como invitándolo a bajar corriendo las escaleras para recogerlo. Uno, entonces, lo hacía, pero despacio, contando los escalones como si fueran lingotes de oro, para no ser reo de la ansiedad, esa alimaña, y acababa rescatándolo de la metálica guarida gris con cuidado para no despertar el libro antes de tiempo. Y lo leía sin dejar de asomarse de vez en cuando por el balcón no fuera a ser que al futuro doctor Soler le diera por modificar alguna de sus rutinas. Ya entonces eso curaba. Ya entonces una novela o un cuento suyos le sacaban a uno de la uvi (la tristeza, la nada, el miedo, la soledad) y le acababan dando el alta, es decir, permiso para seguir viviendo, reviviendo, sobreviviendo. Cuánto más ahora que tiene, además de birrete y toga de carnaval, título y licencia oficiales.