Tenía entre manos el último libro de Luigi Ferrajoli publicado en España (Los derechos y sus garantías, Editorial Trotta) cuando saltó el escándalo del joven granadino que iba a ingresar en prisión por un robo con tarjeta de crédito falsificada de apenas 80 euros. De inmediato se organizó una recogida de firmas en una de esas bienintencionadas plataformas digitales que movilizan a golpe de click a decenas de miles de ciudadanos preocupados, y en las redes sociales ardía el sentimiento de injusticia profundo que se estaba cometiendo con el pobre muchacho, ya rehabilitado.

Contesta Ferrajoli a preguntas de Mauro Barberis que «los jueces y los fiscales deberían ser siempre plenamente conscientes del carácter ´terrible´ y ´odioso´ de su poder, como dijeron Montesquieu y Condorcet; es éste un poder del hombre sobre el hombre capaz, como ningún otro, de destrozar la vida de las personas». Y volví la mirada hacia ese juez y ese fiscal, desconocidos ambos, que habían emitido informes desfavorables a la petición de indulto. ¿Qué estaba pasando? ¿De verdad nuestro sistema judicial se ha vuelto tan ciego e inhumano? Me resistí a firmar la ya multitudinaria petición y decidí investigar un poco.

Por lo visto la Audiencia Nacional había condenado al joven a doce años de privación de libertad. Y aunque uno conozca los entresijos del sistema judicial español y toda la feria de las vanidades que rodea a magistrados, jueces estrella y altas instancias, no es menos cierto que aún no ha caído en ese «qualunquismo» que también ha aprendido de Ferrajoli y que básicamente consiste en desconfiar de todas las instituciones y apoyar estrictamente lo que suponga un beneficio personal. En la Audiencia Nacional no trabajan precisamente novatos, sino más bien profesionales cualificados que saben lo que tienen entre manos. Un hecho fehaciente.

El pobre chaval, ya rehabilitado, y hay que insistir en esto, al parecer había formado parte de una banda de falsificadores liderada por un nigeriano del que nunca más se supo. Ya fue condenado en el año 2014 por un delito de estafa, y en esta ocasión se le aplicaba nada menos que el artículo 339 del código penal, que castiga la alteración, copia, reproducción o falsificación de tarjetas de crédito. A esto se añaden delitos por falsificación de documento oficial y estafa. Es decir, que la pena «injusta» de seis años de privación de libertad no correspondía a una compra de 79 euros con una tarjeta de crédito que el acusado no sabía que era falsa, sino que más bien hay detrás una oscura historia que fue cuidadosamente ocultada a la opinión pública.

Hay dos conclusiones relevantes que pueden extraerse de este episodio. La primera, que no todas las causas justas lo son. Las plataformas que fomentan el «activismo blando», en palabras de Antoni Gutiérrez Rubí, deberían ser mucho más cuidadosas a la hora de lanzar sus campañas: la pérdida de credibilidad derivada de esta reacción inmediata y emocional puede hacer daño a un sistema de articulación del enfado popular que ha logrado diversas y sobresalientes victorias contra la cerrazón de la Administración Pública o contra la insensibilidad de algunos servidores públicos muy celosos de su autoridad.

Pero tampoco hay que perder de vista que un joven ya rehabilitado ha entrado en prisión cuando se conceden indultos a conductores homicidas o banqueros poderosos, por no hablar de la tradición de indultar a presos en la Semana Santa a petición de todo tipo de cofradías con derechos históricos más o menos acreditados. Ferrajoli, discípulo de Norberto Bobbio, defiende un derecho penal mínimo, y también una mayor proporcionalidad de las penas, que en los casos de evasión de impuestos, quiebras empresariales, fraudes financieros y delitos de guante blanco suelen ser más que blandas. El caso del joven de Granada podría ser una excelente palanca para abrir un debate necesario. Pero la noticia ya es de ayer y a nadie parece importarle.