A los homosexuales los ahorcan con grúas, en medio de estadios repletos de espectadores que aúllan enardecidos o los tiran por la ventana desde pisos elevados; a las adúlteras, menudo término, las lapidan con saña las turbas entre feroces gritos de placer; ponen bombas y acribillan a tiros los bares de Irak donde las peñas del Real Madrid se reúnen para seguir al equipo blanco y pobre de aquel al que se le ocurra poner música porque puede recibir un balazo sobre la marcha. Así se las gastan los fundamentalistas islámicos. Acabamos de ver con horror otra de sus barbaridades, especialmente terrible porque el número siempre cuenta, en Orlando, en una discoteca frecuentada por gays donde se baila con buena música y se bebe alcohol. Todo lo que detestan los fanáticos qué se resume en una palabra: libertad. Especialmente la libertad sexual y también la de divertirse -de ahí la música en su dianala deber o comer lo que a cada cual le de la gana, o tener las aficiones deportivas o de cualquier otra índole según le plazca a este o a aquel. No paran y no van a parar si no se los para y por la tremenda ya que no dejan espacio a ningún otro lenguaje. Al presidente Obama, ya en la tesitura del pato cojo, se le viene abajo la esencia de su política exterior de apaciguamiento, como la que practicaron las potencias europeas frente a Hitler hasta que, demasiado tarde, se dieron cuenta de su error. A ver si el universo progre, que es el que manda en el planeta, abre de una vez lo ojos y deja de proteger por activa o al menor por pasiva a la chusma fundamentalista.