Algunas mañanas, como la de hoy, me levanto místico. Estas mañanas, con el último disco de Gregory Porter sonando a media voz, con la buganvilla asaltando, púrpura, la ventana, con mi gata intentando inútilmente atrapar un gorrión, me resulta imposible no creer en que algo más allá de nosotros hace que exista la belleza y la alegría, y entonces, aunque no lo conozco, le doy gracias.

Sin embargo, otras, amanezco abrumado por la pesada carga de la razón. A pesar de saber que la razón no nos alcanza para todo, que existe lo inabarcable y lo incomprensible, me devano los sesos intentando entender el por qué de algunas cosas. Por ejemplo, qué impulsa a nadie a matar en nombre de Dios.

En mi cada vez más lejana adolescencia leí un poco a Feuerbach, aquel filósofo que invirtió el sujeto y el predicado del catecismo y nos dijo que fue el hombre quien creó a Dios, que fue el hombre quien atribuyó a Dios sus cualidades y reflejó en él sus deseos no realizados. Del mismo modo, entendí entonces, es el hombre quien crea a los demonios y refleja en ellos sus infamias, y llegué a la conclusión, evidente, de que en nombre de Dios no puede ser admitida cualquier cosa, que sólo amar, respetar, compartir, es lícito en nombre de Dios. Que odiar, matar, excluir, no puede ser cosa de Dios. Quien odia, mata, excluye en nombre de Dios lo hace, en realidad, en nombre del demonio, es decir, de la parte más horrible, oscura y cruel del ser humano.

El otro día, mientras me empujaban en una camilla por los gélidos pasillos de un quirófano, no pude evitar pronunciar entre dientes una plegaria. Es probable que el hecho de que todo saliera bien dependió más del cirujano que de Dios, pero yo iba más conforme, un poco más sereno, después de aquella íntima dosis de consuelo. Lo que yo hice puede entenderlo cualquiera, seguramente porque habrá pasado por un trance similar. Pero lo que ya no está en el ámbito de lo inteligible es que alguien pronuncie una plegaria antes de descargar un arma automática contra la indefensa gente que se lo pasa bien en una discoteca sin hacer daño a nadie.

No sé que le ha hecho Dios a los hombres, pero sí sé muy bien qué le han hecho los hombres a Dios. Lo han despojado de esperanza y lo han convertido en arma de su propio odio, en motivo para la violencia, la maldad, el terror. Esos que tanto dicen amarlo lo han convertido en su revés y desatan el infierno en su nombre. Malditos sean.