Los años pasan sin darnos cuenta. Cómo se lo digo, oiga, apenas cumplimos la mayoría de edad, empezamos a pensar en lo que vamos a cobrar el día que nos jubilemos. ¿Que somos demasiado materialistas? Tampoco es eso, lo que nos ocurre es que hasta este momento nos faltaba tiempo para estornudar, ahora nos sobra hasta para pelearnos con el locutor que nos narra el Telediario. Los de mi edad solemos protestar mucho y por muchas cosas, ¿Y, qué? No les voy a contar, de nuevo, lo que ocurría en tiempos de Maricastaña. No sería saludable, porque, para los de mi edad, los malos ratos suelen subirnos la tensión, y no están nuestros hornos para dorar demasiados bollos. Calla, calla, mujer, que ayer coincidieron, delante de la puerta del cementerio tres enterramientos. Da un repelús terrible comprobar que para dar cristiana sepultura a una persona, haya que pedir la vez. Lagarto, lagarto.

Lo mejor que podría hacer para calmar mi mal genio es visitar la biblioteca de nuestro barrio. Creo que esta semana hay novedades magníficas. Escojamos una y leamos un rato, despacito, tranquilos, saboreando todos los detalles, como si gozáramos ese bombón de chocolate que nuestro médico de cabecera -el Señor lo haya perdonado- nos ha prohibido fulminantemente catar. Y es lo que yo me digo:¿Y cocinar, barrer, limpiar la cristalera, pegar botones, pasear niños, no sube la tensión? Creo que las jubiladas mayores deberíamos ponernos de acuerdo para exigir a la administración central que nos paguen un plus por ejercer ese oficio que suena tan encantador pero que hace que nos duelan todos los huesos. No sigo, no vayan a enviarme a casa un inspector de Hacienda que me dé la mañana.