Según algunas encuestas, más del ochenta por ciento de los españoles ven mal o muy mal la situación política y económica del país. Y están, como es natural, hartos. Muchos de los que están hartos harán de tripas corazón (véanse, por ejemplo, las declaraciones recientes de Nicolás Redondo o de Cayo Lara) y seguirán implicados, con hechos y con votos, en la cosa pública. Otros cuantos, por su parte, están tan hartos que han decidido apearse en marcha y mirar hacia otro lado y que pase lo que tenga que pasar mientras ellos cuidan sus tomates, subrayan sus libros, hacen sus colas en los servicios médicos, meriendan con sus sobrinas, barren sus salones, atienden mesas en un restaurante, echan currículos o completan su colección de sellos.

A uno no le extraña nada este hartazgo porque esto no hay quien lo aguante. No hay quien aguante esta generación de políticos sin fuelle ideológico ni moral (aunque todos se presentan como paladines de ambas cosas) que han subordinado con desvergüenza y cinismo la teoría y la praxis (los programas y las leyes, el pensamiento abstracto y sus correspondientes concreciones) al tacticismo más ramplón y barriobajero. No hay quien aguante más declaraciones televisivas o radiofónicas que son, en vez de ese mensaje de gran calado que sus protagonistas (o la máscara publicitaria que esconde, quién sabe si para siempre, sus verdaderos rostros) pretenden que sean, pura cascarilla, pura superficie sin trasfondo, pura estulticia, pura mendacidad, pura labia sin verbo (pura retórica sin poesía), puro anecdotario de sala de espera de dentista. No hay quien aguante hasta qué punto retuercen los datos (macro y micro, maxi y mini, ante y pos, de dentro o de fuera) y torturan la realidad para que ambos les obedezcan, al menos mientras están siendo grabados. No hay quien aguante que se les note más, en mítines y debates, sus asesores de imagen que sus filósofos de cabecera. No hay quien aguante que nos vuelvan a prometer, ingenuos y desfelices de nosotros, lo que ya nos prometieron en tantas ocasiones para luego incumplirlo con desparpajo, oportunismo, tranquilidad de conciencia, cuentas corrientes abultadas, costumbres de casta (también los nuevos, que a lo bueno uno se acostumbra rápido) y argumentario de toreo de salón. No hay quien aguante que tengan tan claro lo borregos y acríticos que somos y actúen en consecuencia con una impunidad asumida de antemano.

Hartazgo de los políticos y de la política. Hartazgo de ser su yo-yó, su peonza, su go, su elástico para saltar a la comba, su rayuela, su mesa de billar, su portería, su ajedrez, su pelota, su aro, sus dados, sus cartas, su rompecabezas, su montaña rusa, su cometa: hartazgo de ser nosotros piezas de un juego para ellos cuyas reglas cambian cuando les conviene para salir ganadores pase lo que pase. Hartazgo de mirarse uno en el espejo de sus políticos, que son, con algunas pocas excepciones, no padres o próceres o guías o maestros o personas a imitar sino, por desgracia, todo lo contrario, es decir, hombres y mujeres de los que no te puedes fiar en absoluto.

Muchos estamos hartos y sabemos por qué. A muchos el hartazgo que generan estos políticos y esta política les llevará, tapándose o no la nariz, tragando o no sapos, a las urnas. Pero a otros muchos les obligará, sin embargo, a seguir en las listas de la abstención o a ingresar en ellas porque ya gastaron sus narices disponibles y porque ya no pueden tragar más (al menos hasta que algo o alguien les desatasque). Veremos.